Leo una nota del diario español El País, con fecha del 17 de mayo de 1979: “Felipe González ha reiterado su intención de proponer al XXVIII Congreso del PSOE (Partido Socialista Obrero Español) que “sea retirado el término marxista” del programa (…) La propuesta de González (…) pretende claramente, aunque de manera encubierta, la revisión total de la declaración de principios y la estrategia revolucionaria, que ha caracterizado al PSOE al menos en su primera época” (El País, 17/05/79).

 

 
Hoy sabemos que la intención del entonces Secretario General del PSOE –y entonces futuro Presidente español-, Felipe González, no fue aceptada por los integrantes del XXVIII Congreso; dicho asunto lo orilló a la dimisión pidiéndole a sus colegas: “hay que ser socialistas antes que marxistas”. Pero ello no implicó, ni de cerca, su velorio político. Tras unos meses, durante un Congreso Extraordinario, el PSOE finalmente aceptó cambiar su norte ideológico: se sustituyó el apostolado marxista por el socialismo democrático –es decir, se alejaba de la idea revolucionaria para apostarle a la institucionalidad-. Esta victoria reinstalaría a González en la Secretaría General, y lo pondría en ruta para hacerse con la Presidencia en 1982.

 

 
El acercarse al centro ideológico le permitió al PSOE y a González gobernar España hasta el año 1996. Además de los atributos políticos personales de éste, el moderar sus posturas partidistas le acercó más y mejor a una sociedad española que venía de la muerte de Francisco Franco, el difícil gobierno de Transición democrática de Adolfo Suárez, y el intento de golpe de Estado en 1981. En otras palabras, el PSOE le ofreció menos revoluciones y más certezas a una nación que se estaba acostumbrando a conmociones.

 

 
Visto en perspectiva, moderar su programa político fue una decisión bastante acertada del PSOE; le amplió la oferta y le dio argumentos. Hoy, con la volatilidad política que se inauguró en 2016 en México y en el mundo, no veo a nuestros partidos políticos haciendo un ejercicio introspectivo que, estimo, es muy necesario: ¿qué cambiar y por qué? No solo en el actuar, sino en la doctrina que guía sus procesos internos, sus políticas públicas y sus perfiles elegidos para las candidaturas.

 

 
Pero no cambiar por cambiar, no intentar arreglar algo que no está roto; sino que hoy, el hacerse tan siquiera la pregunta, debe ser ya un ejercicio cotidiano en un mundo cada vez más rápido. La última vez que el PRI viró fuertemente su postura ideológica fue tras el sexenio de López Portillo, o como se llamó a sí mismo, “la última esperanza de la Revolución”. El partido de las masas dejaba atrás el “nacionalismo revolucionario” para, de la mano de Miguel de la Madrid, acercarse más a las posturas tecnocráticas-pragmáticas que ofrecía el neoliberalismo.

 

 
Pero en la actualidad, la pregunta debe resurgir en todos los institutos políticos. El PRI, por ejemplo, debe preguntarse si su manera arbitraria de escoger candidatos a posiciones de poder público sigue siendo vigente –y, sobre todo, justa para su militancia-. En el caso del PAN, la pregunta podría radicar en si es o no correcto, e incluso ético, seguir solapando de manera oficial y extraoficial la existencia de un ala ultraconservadora –el famoso “Yunque”- que afecta su imagen como instituto y les recorta potencial electoral. Y el moribundo PRD debería cuestionar su propio funcionamiento interno, caracterizado por el excesivo poder de las “tribus”, combinado con una dirigencia estructuralmente débil. Tal vez sea el momento de darle más poder estatutario a su mesa directiva –siempre maniatada por el fratricidio-.

 
O los partidos se actualizan periódicamente tanto en el plano operativo como ideológico, o la sociedad los irá desechando. Ya no existen las certezas, y la competencia va sobrar. El grande ya no se come al chico, sino el rápido al lento.

 
@AlonsoTamez