En La democracia como problema (El Colegio de México-UNAM, 2015), José Woldenberg sostiene que “hubo un déficit de pedagogía social” con respecto al camino que México –sus ciudadanos, sus políticos y sus instituciones- emprendió para llegar a ser la joven e inexperimentada democracia que es hoy: “A diferencia de lo que sucedió en muchos otros países, (en México) faltó explicación suficiente del proceso de transición democrática para que la sociedad fuera capaz de apropiárselo y fuera digno de ser reivindicado y defendido”.

 

Tres páginas después lo explica con más claridad: “Nuestra transición (…) resulta indescifrable para la inmensa mayoría (…) Si uno se pasea por las calles de España, por ejemplo, se dará cuenta de que el taxista y el que vende periódicos, el estudiante de posgrado y el maestro universitario, el ama de casa o la abuelita que se pasea por el parque del Retiro saben –cada uno a su manera- que España vivió un antes y un después”. Esto, salvo entre algunos lunáticos, ha generado un sólido consenso: el disenso en libertad es preferible al consenso maniatado.

 

Woldenberg recurre al caso español para denotar nuestra carencia: la Transición –allá muchos la escriben con mayúscula- es referencia obligada para todo aquél que busca trazar el futuro con perspectiva desde el origen. Por supuesto los casos fueron distintos. España era una dictadura militar y México, como dijo Octavio Paz, “un sistema hegemónico de dominación (…) de un partido” y, yo agregaría, con rasgos autoritarios –por favor, no compren la simpleza de la “dictadura perfecta” de Mario Vargas Llosa-.

 

La catarsis española fue dramática. Tras la muerte de Franco en 1975, España emprendió una serie de reformas democráticas que, inclusive, propiciaron en 1981, un intento de golpe de Estado auspiciado por parte de la milicia. En México, en cambio, gran parte de la transición fueron reformas legales poco notorias para la mayoría. Destaco la de 1977, de López Portillo –introdujo los plurinominales para aumentar la presencia opositora en la Cámara de Diputados- y la de 1996, de Zedillo –dio autonomía al IFE, con lo que el gobierno dejó de intervenir en la organización de las elecciones federales-. Pero, ¿por qué hablo de esto y por qué importa hoy?

 

El miércoles pasado asistí a uno de los Diálogos Galileos: foros organizados por esa corriente perredista de astronómico nombre. Participaron el priista Beltrones, el panista Gil, el anfitrión Belaunzarán, y Woldenberg. El tema fue gobiernos de coalición –opción de un presidente para gobernar con otros partidos vía la integración plural del gabinete y la construcción de una mayoría legislativa- pero la segunda vuelta presidencial también apareció–uno de los candidatos logra el respaldo del 50 % más uno del electorado, tras una segunda elección solo contra el otro puntero-.

 

La discusión giró en torno a éstos temas, pero los cuatro coincidieron en algo: el modelo de la transición –un presidencialismo que se construyó, y le construyeron, sus propios límites- ya no da para más.

 

Antes, el problema mexicano era la legitimidad para llegar al poder. La transición resolvió eso dándonos elecciones más competidas y equitativas. Pero después la pregunta cambió: “¿gobierna con eficacia?” sustituyó a “¿ganó con legalidad y legitimidad?”. Habiendo cumplido –más o menos- la segunda, la primera se volvió prioridad. El foro y sus conclusiones resonaron en los medios y reactivaron este debate. Liébano Sáenz, en Milenio, escribió que “lo más razonable es hacer los ajustes institucionales básicos, que podrían ser la segunda vuelta y volver mandatorio el gobierno de coalición. Sin embargo, frente a la magnitud del reto estimo fundamental pensar que en el futuro no muy lejano hay una cita para un cambio de fondo al régimen presidencial”. Exacto. Se dé o no en breve, la discusión –y la necesidad- de transformar nuestro sistema seguirá ahí.

 

Una línea muy clara conecta la nula “pedagogía social”, la apatía frente a los asuntos públicos y el hartazgo con las instituciones y el sistema. Por eso mismo, un cambio potencial tan radical debe ser lo más incluyente posible –al menos en la noción colectiva: el que pasara de noche para la mayoría sería traicionar el espíritu de inclusión que concibió a nuestra transición-. Necesitamos difundir de dónde venimos, dónde estamos y porqué queremos ir hacia dónde planeamos. En estos tiempos hostiles, el relato de cómo los mexicanos apostamos por la democracia vía la paz, ayudaría a difundir la apreciación y el entendimiento de nuestros esfuerzos y sus posibles alcances. Y si todo sale bien, hasta podríamos empezar a escribir “transición” con mayúscula.