Hace algunas semanas, un colega me regaló el pequeño libro de Juan José Rodríguez Prats –abogado y miembro del Partido Acción Nacional–, “Cartas a un joven político” (M.A. Porrúa, 2017): diez textos dirigidos a quienes, aún aficionados, perfilan apostar por la política como tarea de vida.

 

 

En la octava carta, “Anécdotas y personajes”, y tras recalcar la importancia de que la política y quienes la hacemos tengamos presentes nuestras limitaciones, enumera ocho renuncias que él llama “de la dignidad”: momentos en los que, según el autor, un político o personaje público decidió no fallarse a sí mismo y declinó ser guardián del statu quo.

 

 

La renuncia de Octavio Paz como embajador ante la India en protesta por la represión al movimiento estudiantil en 1968, es el caso más identificable. Otro es el de Manuel Gómez Morín dejando la Junta de Gobierno del Banco de México, “por sentir que permanecer lo hacía cómplice de una acción ilícita al desviarse la institución de sus funciones”. O una más terrestre, la de Santiago Levy a la dirección del IMSS, “porque en la negociación con el sindicato (…) no se respeta la normatividad”.

 

 

Sin pecar de ingenuos –jamás sabremos los motivos exactos de estas separaciones–, debemos extraer la moraleja: la convicción importa, y el respeto a ésta mide el compromiso real de los políticos con el interés público, más allá de sus egos o afanes mercadológicos.

 

 

Tras estas líneas, imposible no recordar el discurso de renuncia de Adolfo Suárez como presidente del gobierno español, en enero de 1981: “He llegado al convencimiento de que hoy (…) mi marcha es más beneficiosa para España que mi permanencia (…) No me voy por temor al futuro (…) Pero un político que además pretenda servir al Estado debe saber en qué momento el precio que el pueblo ha de pagar por su permanencia y su continuidad es superior al precio que siempre implica el cambio de la persona que encarna las mayores responsabilidades ejecutivas”.

 

 

Precios. Suárez habló de precios. Y hace un par de días, vimos a un político latinoamericano hacer lo mismo como método de presión en pro del interés público de los venezolanos. Luis Almagro, el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), fue claro: “Yo renunciaré a la secretaría (…) cuando se realicen elecciones nacionales libres y transparentes, con observación internacional y sin inhabilitados, cuando se libere a todos los presos políticos (…) y se amnistíe a los exiliados (…) Ofrezco mi cargo a cambio de la libertad de Venezuela”.

 

 

Esto a raíz del anterior condicionamiento de Nicolás Maduro: “Debería renunciar y dejar que los países nos ocupemos de recuperar y reorganizar la OEA. Sería la única forma de que yo pensaría en algún regreso, que Luis Almagro renuncie“.

 

 

Con todo y que puso la vara muy alta –aspecto que revela el corte mediático de la acción de Almagro, pero estrategia misma a la que no se le debe quitar mérito ni practicidad–, en la política no son comunes actitudes como las del uruguayo. Las que sí se ven más seguido son las de Maduro, que prefiere la guerra civil a dejar el cargo. Su salida es el primer paso en el largo camino hacia la concordia venezolana; y sin embargo, apuesta por desquiciar a una sociedad por demás lastimada. Maduro bien podría entender su situación en el plano histórico, al tiempo de propiciar una transición pacífica desde un modelo que solo el carisma y los petrodólares de Chávez podían sostener, a uno en el que los caudillos regresan a los estantes de las bibliotecas. Maduro es muchas cosas, pero un estadista no es una de ellas.

 

 

En la dedicatoria de “Cartas a un joven político”, Rodríguez Prats escribe: “A la memoria de Carlos Castillo Peraza y Carlos María Abascal Carranza, ejemplos de integridad, que hicieron política caminando con los principios por delante, sin tropezarse con ellos”. De estas últimas doce palabras… de eso se trata justamente.

 

 

@AlonsoTamez