El miércoles pasado asistí a un conversatorio en El Colegio Nacional sobre “Por una democracia sin adjetivos”, reciente complicación de textos de Enrique Krauze –y obra homónima de aquel famoso ensayo ochentero del autor-. A éste lo acompañó el crítico literario Christopher Domínguez Michael. Durante la charla, Domínguez sostuvo que “no hay revolución que se respete que no haya sido traicionada”, en alusión a la Revolución Mexicana. La frase pasó desapercibida en ese momento pero me explotó en la cara tras la muerte del comandante Fidel Castro.

 

Es sabido que tan pronto Castro llegó al poder, abandonó una de las promesas bandera ofertadas al pueblo cubano: la de “primero la revolución, luego las elecciones”. Éstas simplemente no llegarían (El País, 26/11/16). Pero, por otro lado, también daría a su gente educación –mediante esfuerzos mayúsculos en alfabetización, cobertura y preparación de los docentes- y servicios de salud –un cubano puede tratarse en cualquier hospital isleño sin una cita- de manera universal. ¿El único precio? Su libertad en diferentes rubros. Contrastes así hicieron de Castro un personaje para todos los gustos y fobias del espectro político-ideológico: revolucionario, tirano, héroe, dictador, liberador, traidor, gigante…

 

En su texto “Errejón, la épica y la política” –sobre como los sobresaltos, el drama y la acción son “buenos para la literatura, pero malos para la política”- el escritor Javier Cercas concluye: “Hay que desterrar la épica de la política y aspirar a una política prosaica, antidramática, de un tedio escandinavo. Lo que digo es que quien quiera épica que no haga política. Que lea novelas. O que las escriba”. Los días en los que los revolucionarios irrumpían a tiros en los libros de historia deben quedarse precisamente ahí. Más para bien que para mal, Castro pertenece a una especie en extinción, una especie hecha por y para la fuerza y no por y para las urnas.

 

Sin embargo, nunca es sencillo separar al hombre del mito –los segundos casi siempre se comen a los primeros-, pero en este caso, al menos debemos intentarlo, ya que se vislumbra en el horizonte un periodo de cambios mayores para la isla. Hoy solo queda el presidente Raúl Castro, cinco años menor que el comandante. Cuándo él muera –seguramente ya existe un protocolo ante su inminente ausencia-, Cuba estará ante la mayor oportunidad de transformación estructural desde el triunfo de la Revolución –más aun habiendo restablecido algunos lazos con los Estados Unidos-. La isla, pues, debe seguir el paso de la España post-Franco: después de la muerte física de la dictadura, el tránsito a la madurez social y ciudadana; es decir, el tránsito a la democracia.

 

La vida ya es bastante dramática e impredecible por si sola. Cercas simplemente sostiene que ya no necesitamos héroes y proezas idealizadas, sino personas e instituciones. Certezas –aunque escaseen- y no ocurrencias o mitos. Por esta misma idea –los mitos come hombres- encontré peculiar la declaración de otro camarada del momento, el español Pablo Iglesias, con respecto a la muerte del comandante: “Con sus luces y sombras se va un referente de la dignidad latinoamericana y de la resistencia soberana. Adiós, Fidel”. Gobernar debe significar dotar a la sociedad de la mayor dignidad posible en la mayor cantidad de rubros, no darles educación pero quitarles libertad política. Pero claro, eso depende de tu definición de dignidad.

 

@AlonsoTamez