Es poco común ver un testimonio ideológico tan claro en un presidente mexicano. Normalmente, los mandatarios omiten posicionamientos amplios en este campo para, sobre todo, evitar ataques de la intelligentsia. Embates que, si son respondidos, desatan intrincadas peleas teórico-políticas que, en realidad, no son tarea de un jefe de Estado.

 

El miércoles pasado, sin embargo, durante la 80º Convención Bancaria en Acapulco, Enrique Peña Nieto decidió ponerse doctrinario y salió en defensa del liberalismo como filosofía política e itinerario económico de México. El tema bandera de la reunión ciertamente incitaba al choque conceptual: “El Dilema Global: Liberalismo vs. Populismo“.

En defensa del liberalismo –“doctrina política que postula la libertad individual y social en lo político y la iniciativa privada en lo económico y cultural, limitando en estos terrenos la intervención del Estado y de los poderes públicos”, dice sin enredos teóricos la Real Academia Española-, Peña Nieto fue contundente: “Los países que durante el siglo XX alcanzaron condiciones de mayor prosperidad y bienestar (…) fue porque finalmente encontraron que en los valores de liberalismo estaban (…) las estructuras, las condiciones, los pilares, que han dado sustento (…) al desarrollo y prosperidad de varias naciones”.

Ciertamente, Peña Nieto le habló a uno de los mejores públicos del liberalismo: los banqueros. Pero reiteró su compás: “El Estado era fabricante hasta de bicicletas, pasando por una serie de empresas en las que eventualmente incursionaba (…) cerrando espacios a la participación de la iniciativa privada”. El presidente pareciera deslizar una de sus creencias: espacio que no ocupe la ciudadanía lo ocupará, de una u otra manera, el Estado. ¿Eso nos hace más o menos libres? Depende, porque dentro del surrealismo mexicano, ese espacio puede no ocuparlo el Estado sino el crimen organizado o algún otro poder fáctico.

Aun así, Peña Nieto no es un liberal puro. Es un híbrido: la reforma fiscal no cabría en un marco “liberal”, pero la energética sí. Y bien hace en serlo. En un país tan puntiagudo como México, uno no puede ser completamente comunista, socialdemócrata, liberal o anarquista. El mosaico nacional no admite tales extremos. Ese día, el presidente reconoció entre líneas que, en exceso, el modelo estatizador lastima incluso la democracia: recordó que hace años, el gobierno era prácticamente el único proveedor de papel para los periódicos; aspecto que, hoy sabemos, no pocas veces condicionaba la impresión de diarios a su “buena conducta” con el régimen.

México requiere del liberalismo para seguir generando riqueza, pero debe rechazar y buscar controlar –palabra menos favorita de los liberales- sus perversiones: la excesiva concentración de ésta que deriva en distintos tipos de desigualdades sistémicas. Por otro lado, varios intelectuales mexicanos ven en el liberalismo una filosofía amoral y un tanto perversa, ya que su objetivo principal no es edificar lo colectivo sino asegurar lo individual; este enfoque, sin embargo, omite una realidad fundamental: la respuesta está en el elusivo –y móvil- punto medio entre socialdemocracia y liberalismo.

La educación pública, ámbito de responsabilidad estatal por excelencia, es más sagrada que la Virgen de Guadalupe. La educación nos hace más libres al hacernos más conscientes de problemas y derechos. Alguien podría decir: “Los privados pueden dar mejor educación”. En algunos casos, de acuerdo; pero dicho comentario olvida el origen posrevolucionario de nuestro sistema educativo: tras el conflicto, no había mejor estructura –la otra era la Iglesia- que lo que quedaba del gobierno para brindar instrucción a los hijos de la Revolución. El dotarle un carácter público no fue un hecho ideológico, sino un acto de justicia que partió del pragmatismo.

Esto, como otros capítulos de nuestra historia, reafirma la necesidad de buscar el mencionado equilibrio. Hay “momentos populistas” –tras los abusos de las empresas extranjeras, la expropiación petrolera fue un acierto en su momento- y también “momentos liberales” –las privatizaciones de los ochenta y noventa redujeron el obeso aparato estatal lopezportillista que quebró las finanzas-. En “Pensando el liberalismo”, Aguilar Camín recuerda como Manuel Azaña –el depuesto presidente español- se autodenominaba “socialista a fuer de liberal” –es decir, explica el historiador, “alguien que cree que para que todos sean capaces de disfrutar las libertades básicas (…) hay que igualar en algo a los desiguales”-. Tal vez ahí radique la respuesta…

El pensamiento político de Peña Nieto no está del todo descifrado, pero la semana pasada nos dio otra pista: ve con buenos ojos limitar el excesivo poder público –rompió el monopolio de PEMEX- o privado –la reforma en telecomunicaciones afectó al duopolio televisivo-. Las ideas políticas se mueven en distintos planos que las acciones; por ello este texto no implica una concesión en blanco al peñanietismo. Una cosa es lo pueda pensar él y otra es como actúe su gobierno. Ha habido errores y aciertos. Aun así, llama la atención que un hombre acostumbrado al talante ejecutivo del poder, que toda su vida ha trabajado en el ámbito público-político, admita que el expansionismo tutelar del gobierno no es deseable ni positivo.

@AlonsoTamez