Lo primero que llamó mi atención fue la portada: un óleo del gran Abel Quezada titulado “El manipulador de hombres”. Trajeado y de sombrero, un hombre en una mesa dándole cuerda a pequeños juguetes iguales a él. En la solapa de su saco beige se aprecia algo muy similar a un pin verde, blanco y rojo. El libro se llama “Presidencialismo y hombres fuertes en México. La sucesión presidencial de 1958”, y es obra del profesor de El Colegio de México, Rogelio Hernández Rodríguez. Para los que nos gusta la cosa pública es más un manual de política que un libro de historia, pero en sí, Hernández explica con destreza los arreglos de poder en el México posrevolucionario, tomando como ejemplo la elección que llevó a Adolfo López Mateos a Los Pinos.

 

Según Hernández, el gran elector de López Mateos, el presidente Adolfo Ruiz Cortines, erigió por primera vez el juego del “tapado” para “proteger a su candidato y sobre todo para evitar una nueva disidencia” dentro del priismo y/o fuera de éste. Con más maña que fuerza, Ruiz Cortines habría instaurado una dinámica que marcaría pauta entre los siguientes presidentes priistas.

 

Pero, ¿proteger a López Mateos de qué o de quiénes? De la influencia y poder de los “hombres fuertes”, caciques locales y regionales que si bien eran remanentes de los modos de la Revolución –no eran como tal revolucionarios, pero tras la trifulca aprovecharon la coyuntura y la falta de solidez del gobierno nacional para establecer cotos de influencia-, ejercieron su poder mediante las instituciones públicas que el país estaba creando o reconstruyendo.

 

En otras palabras, fueron una nueva generación de caciques –no de rifle, o por lo menos no siempre, sino de curul o despacho- que notaron la modernización institucional y, por ende, decidieron jugar con las nuevas reglas para conservar el statu quo. Por esto mismo, serían de mucha utilidad para el entonces aun endeble presidencialismo posrevolucionario –gracias a “su función de estabilidad e intermediación local”- y ello los llevaría a suplir a los viejos y armados caciques revolucionarios que el cardenismo había derrotado, como el caso del general potosino Saturnino Cedillo.

 

Nadie mejor que Hernández para explicar esto: “La sucesión de 1958 muestra más signos de debilidad institucional que de fortaleza, pues la principal amenaza que Ruiz Cortines, y por extensión el sistema político, enfrentó entonces no era una disidencia más que (…) disputara el dominio priista, sino la real posibilidad de que políticos tradicionales, más cercanos al caciquismo, se apoderaran de la Presidencia (…) y trastocaran así el rumbo institucional del sistema político”.

 

Es decir, el hiperpresidencialismo mexicano –como está instalado en el imaginario colectivo- no llegó sino hasta finales de los cincuenta. Antes de ese punto, la presidencia mexicana no era la estructura todopoderosa que llegaría a ser, sobre todo, durante los sexenios de Luis Echeverría y José López Portillo.

 

Era, más bien, un poder presidencial que aún se apoyaba, en gran medida, en los “hombres fuertes”: individuos como Gonzalo N. Santos en San Luis Potosí, Leobardo Reynoso en Zacatecas, Javier Rojo Gómez en Hidalgo, Maximino Ávila Camacho en Puebla y Gilberto Flores Muñoz en Nayarit –es sabido que estos dos últimos, en sus respectivos momentos, se movieron en busca de la presidencia, siendo Flores Muñoz el que más posibilidades reales tuvo de llegar a Los Pinos-. Ellos son a quienes Hernández define como individuos “más cercanos al caciquismo” que pudieron haber trastocado el “rumbo institucional” que el callismo había detonado.

 

Para un país que había sufrido años de guerra civil, darle el poder a la “violencia y la arbitrariedad” escondidas tras un escritorio y bajo un traje sastre, era un asunto bastante delicado, especialmente por el contexto de reconstrucción del Estado. La democracia es algo que nunca se puede dar por sentado ya que, debido a su rol de administradora de tensiones, ésta siempre descansa en alfileres. Recordar dónde hemos estado es no quitárselos.

 

@AlonsoTamez