Las paredes blancas, cada cuarto custodiado desde la puerta con cerrojos de seguridad, los internos con batas que atan sus brazos alrededor del cuerpo, y los pabellones alineados con pequeñas ventanas obstruidas con rejillas —como en las películas o como en la mayoría de los hospitales psiquiátricos— desaparecen… al menos en esta ocasión.

 

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La entrada de lo que antes, cuando en el Porfiriato y la Revolución, fue una hacienda, dirige al patio que parece el de una escuela, con los salones pintados y en forma de pequeñas villas. Cada uno con su color y su nombre de flor: verde, naranja, violeta, azul; crisantemos, azucenas, rosas…

 

Es mediodía y en el Hospital Villa Ocaranza los patios lucen despoblados al igual que los diferentes dormitorios. El ambiente es como una pausa que se conjuga con la parsimoniosa esencia de la mañana que casi acaba. En esta ocasión todo parece más “normal” de lo que se esperaba.

 

Ante la ausencia de sus huéspedes —mujeres y hombres que rondan en promedio los 50 años de edad— las puertas de los dormitorios dan la impresión de resguardar sueños y pesadillas de niños de preescolar. Los dibujos animados y coloreados tapizan y decoran la entrada, como lo hiciera un chico de 5 años.

 

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