No hay palabra capaz de definir el vacío de ese estadio. No hay forma de resistir tan atroz sin-sentido. No hay vista que aguante contemplar ese plantel: de los porteros a los delanteros, leer el nombre de cada jugador, leer el nombre de cada joven, seguido de una cruz, carreras mutiladas demasiadísimo pronto para todo: para el balón, para la vida sobre todo, para familias ya por siempre incompletas, historias que sólo hasta aquí serán.

 

Ahora vemos el exultante festejo del Chapecoense apenas seis días antes, cuando logró imponerse en semifinales de la Copa Sudamericana al San Lorenzo de Almagro, cuando esos nombres ahora seguidos tan prematura y dolorosamente por una cruz, eran todos promesa, eran todos mañana.

 

El grito en el vestuario de “¡Vamos, vamos, Chape!”, “¡Vamos, vamos, Chape!”, “¡Vamos, vamos, Chape!”, “¡Vamos, vamos, Chape!”, “¡Vamos, vamos, Chape!”, doblegándose a cada repetición, ya acompañado de lágrimas, ya del chistoso del grupo bailando a solas al centro, ya del directivo abrazando a quien pasara cerca, ya del más joven saltando sobre la banca, ya del que usaba el casillero de batucada, ya del crack que había colado a su hijo, ya del director técnico Caio Junior que declaraba momentos antes que “si muriera hoy, moriría feliz”, ya de los dos que posaban para hacerse una foto que presumir en un futuro que desgraciadamente, horripilantemente, absurdamente, ahora sabemos que no será.

 

El ascenso más meteórico del futbol brasileño se acababa de consumar; en cuatro escasos años de cuarta división a disputar el segundo trofeo más importante del hemisferio, la Copa Sudamericana. Sí, esos muchachos abordaban el avión más importante en la historia de esa institución: habituados a pelear ascensos y los sacrificios de las categorías semiprofesionales, de súbito aspiraban a una gloria continental.

 

La solidaridad a lo largo de todo el planeta futbol ha sido estremecedora, conmovedora, estrujante, dejando claro que eso que nos parece tan primordial y medular, que esos goles, esos títulos, esas rivalidades, sirven para tan poco, aunque cuánta falta nos hacen ahora, cuánto quisiéramos hablar de ellos hoy. Es el Atlético Nacional que tan respetuosamente apuró en súplica de que quien iba a ser su rival, el Chapecoense, se declarara campeón en homenaje póstumo al plantel. Son los demás clubes brasileños planteando un marco que impida descender por los próximos años a quien hace unas horas aspiraba a coronas y ahora carece de futbolistas, de entrenadores, de directivos, de toda estructura. Son quienes desde Europa ofrecen préstamos de dinero y jugadores. Son quienes en Chapecó acudieron al estadio, sacaron las banderas, corearon en llanto a quienes de alegría les llenaron; tanta alegría como para poner en el mapa del inmenso país a una minúscula población que cabría en el viejo Maracaná, tanta alegría como para poner en el mapa de su célebre futbol al desconocido estado sureño de Santa Catarina.

 

No son sólo los integrantes del equipo, sino quienes en esa caravana iban integrados, incluidos periodistas de cadenas como Fox Sports Brasil y Globo, enviados especiales como tanto de nosotros en varios momentos hemos tenido privilegio de ser.

 

Ante una tragedia como esta, nada más que decir. Intentar pensar que en otra dimensión hay mayores y mejores planes. Abrazar a la distancia a los cercanos a los fallecidos. Ver sin digerir la lista de ese plantel destrozado y mejor ensimismarnos observando ese festejo en el vestidor: cuando el Chapecoense estaba en la gloria, justo donde a perpetuidad los tenemos que recordar.

 

Twitter/albertolati

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