Siempre guardo el regusto de mi infancia en aquel departamento madrileño allá por los años 70. En aquella España franquista y oscura, cinco niños vivieron en un departamento de 120 metros cuadrados con sus padres, la abuela Mila, su canario, un perro –que se iba reponiendo cada vez que el anterior se moría- una pecera llena de tortugas y peces multicolores, un pato, un galápago y varios hámsteres.

 

 

La casa de los Peláez era un pequeño zoológico en un departamento de escasas proporciones si contamos a los cinco niños, los padres, la abuela, ¡ah!, y el intercambio de turno. Se trataban de jóvenes europeos que venían a casa para luego ir nosotros a las suyas y aprender idiomas.

 

 
Era una idea novedosa del visionario Joaquín Peláez, mi padre, porque en aquella España a nadie se le ocurría esas extravagancias de realizar intercambios o de mandar a sus hijos a estudiar idiomas. En aquella España, el mundo se terminaba en nuestras fronteras.

 

 
De los perros, todo comenzó con Yorik –el nombre del bufón de Hamlet–. Ya no recuerdo su raza, yo era muy pequeño. Sólo recuerdo que se cargó varias veces una alfombra alargada que había en el centro del pasillo.

 
Después le sucedió Cancún, un Braco de Auvernia que parecía más un dandi que un can. Se reía cada vez que arribábamos de la escuela y ya, al llegar mi padre de trabajar, realizaba una extensa micción que teníamos que recoger. Cancún nos enseñó el arte de la elegancia. Caminaba como si levitara y no se le oía. Era la discreción en un perro que se creía que vivía en la casa de Cocó Chanel.

 
Pero al morir Cancún llegó Maya. Un regalito de una amiga mexicana muy querida. Sólo que Maya era un rottweiler que ejercía como tal.

 
A Maya me la entregaron cuando era un cachorro, y lo primero que hizo fue morderme. A partir de ahí jamás dejó de hacerlo. Nos mordía a todos, a mis padres, a mis hermanos, a mis amigos y a los intercambios que merecen una mención aparte.

 
Tuvimos a Piero, un joven italiano que se revolvía en su propia simpatía; a Florence, una hermosa francesa a la que lamentablemente su sudor emanaba un hedor que dejaba la recámara oliendo a “perfume de Lyon”. Tuvimos también a Peter, una promesa alemana en el arte de la bebida. A los 15 años se embriagaba con cervezas que luego vomitaba.

 
Vamos, que en esa casa no se aburrían ni los vecinos, tan variopintos como la familia Peláez. Pero a pesar de ser un piso pequeño, de comer de rancho –ahí no había exquisiteces, sino garbanzos, lentejas, etcétera…– de jugar con los vecinos en la calle, de destrozarnos las rodillas jugando al futbol en un campo lleno de rocas y relieves, fuimos unos niños felices, fuimos una familia feliz.

 
Y los políticos de aquella época –no de España que estaba el dictador Franco- eran otra cosa. De los 60 a los 90, Europa y después España –de la transición a la democracia–, tuvimos grandes estadistas. Margaret Thatcher, Helmut Schmidt, Willy Brandt, François Mitterrand, Adolfo Suárez, Felipe González, Mario Soares o Francisco Sa Carneiro tuvieron la visión de la cosmogonía política, la idea de una Unión Europea de bloque, el verdadero concepto de Estado. Por eso fueron estadistas y por eso Europa caminó a un ritmo trepidante.

 
Cuando hoy veo a François Hollande, al italiano Gentiloni, o al español Mariano Rajoy o a las “autoridades” de la Unión con sede en Bruselas, no puedo sino sonrojarme y ver que el traje les está demasiado grande. Por eso Europa camina desenfrenada; por eso el mundo va a la deriva. ¿Qué pensaría Kennedy o el propio Reagan si vieran a un personaje como Donaldo Trump? ¿Qué se puede pensar de la clase política española de la que me avergüenzo?

 
Por eso me quedo con Cancún y el Vedrines –antes no le cité, pero era el hámster macho alfa que teníamos. El Vedrines tenía un harem de hembras hámster para él solo–. Y Peter, y Piero y con los políticos de aquella época. Prefiero todo eso a la pobreza intelectual que tenemos ahora.

 
Dan pena ajena. Claro que no saben lo que es.