Han pasado seis años desde que se independizó, y Sudán del Sur, el estado más joven del mundo, es escenario de un terrible conflicto que cada vez más toma los matices de un genocidio.

 

 

En la capital, Juba, para varios miles de personas la salvación la representa el POC, Protection of Civilians, un enorme campamento para desplazados gestionado por las Naciones Unidas (ONU).

 

 

El POC está vigilado día y noche por los Cascos Azules. Torres de vigilancia, redes de alambre, púas, sacos de arena y puestos de control.

 

 

Los que se encargan de supervisar todo el perímetro y de hacer patrullas militares en el interior son, alternativamente, militares de Etiopía y de Ruanda que forman parte del contingente de 17 mil soldados de UNMISS, la Misión de Paz de la ONU en Sudán del Sur.

 

 

El POC es ahora sinónimo de supervivencia. Salir del campamento y aventurarse por las maltrechas calles de Juba es muy arriesgado.

 

 

En el POC, que se fundó hace tres años, viven cerca de 40 mil personas que han huido de una guerra civil que -de acuerdo con las estimaciones de la ONU- desde su estallido, en 2013, cuenta hasta la fecha con un balance de 100 mil muertos y 3.5 millones de desplazados.

 

 

De ellos, 1.5 millones han encontrado refugio en los países vecinos –Kenia, Uganda y Etiopía-, mientras que los dos millones restantes se han quedado bloqueados en Sudán del Sur.

 

 

“Cada día llegan nuevos desplazados -dice Banh Lul Guer, director del Comité de Dirección del Campo-, pero la comida no es suficiente para alimentar a todo el mundo y, además, es de pésima calidad”.

 

 

“Los hospitales del campo no pueden tratar a todos los enfermos y los medicamentos son escasos. Los recién llegados no han recibido ni ropa, ni bidones para el agua, ni carbón para cocinar. La situación es muy tensa y complicada”, agrega.

 

 

Charles -el nombre ficticio de un chico de 20 años que por razones de seguridad pide no revelar su identidad- es originario de Yei, una de las ciudades más importantes del país, que se encuentra a unos 150 kilómetros de Juba.

 

 

De vez en cuando, para saborear lo que él llama “la vida un poco más real”, sale del campo para dar un paseo. Pero el paseo dura muy poco porque después de unos pocos cientos de metros le entra el miedo.

 

 

Vestidos de camuflaje y con boinas rojas, los soldados del gobierno del Sudan People Liberation Army (SPLA) controlan las calles de las proximidades del POC. Como el presidente, Salva Kiir Mayardit, a quien han jurado lealtad, son de etnia Dinka, mayoritaria en Sudán del Sur.

 

 

Desde el pasado mes de julio, en los enfrentamientos que han puesto fin al frágil acuerdo de paz firmado en 2015 entre el presidente Kiir y el vicepresidente Machar Riek, de la etnia minoritaria Nuer y ahora exiliado en Sudáfrica, ni siquiera los campos de los civiles bajo el auspicio de la ONU se han salvado de la violencia.

 

 

La ONU ha publicado en más de una ocasión informes en los que denuncia la violencia que sufren los civiles apenas salen del POC. Esa violencia incluye violaciones, torturas y ejecuciones.

 

 

Para Charles, un Nuer, los riesgos son demasiados. “¿Somos todos de Sudán del Sur o no? -se pregunta el joven mientras se aproxima a la entrada del campamento-. No ser Dinka en Sudán del Sur se ha convertido en un delito de pena capital. A los que no lo son los matan como animales”.

 

 

Una vez pasa los controles de seguridad para impedir la entrada de armas en el campo, Charles se dirige a su tienda, que comparte con otros jóvenes de Yei.

 

 

“Toda mi familia -explica- ha sido exterminada. Yo logré salvarme porque había salido en busca de alimento. El ejército estaba buscando casa por casa a Nuer y me vi obligado a huir hacia el bosque de noche. El sonido de las balas en mi cabeza no me abandona nunca”, recuerda.

 

 

Los vecinos de tienda de Charles vienen del norte de Sudán del Sur, de las regiones de Jonglei, Lakes, Unity y Upper Nile, donde hay una presencia masiva de petróleo del que depende la casi totalidad de la economía nacional.

 

 

En estos lugares, ya fuertemente marcados por décadas de guerra con Sudán, los enfrentamientos entre los rebeldes y el gobierno son aún más intensos.

 

 

Se trata de una zona pantanosa en la que casi no hay caminos y que ha hecho muy difícil la huida de los civiles. Aguas infestadas de cocodrilos y tener que comer hierbajos son el precio que hay que pagar para evitar caer en manos del enemigo.

 

 

La de Sudán del Sur es una guerra que -siempre de acuerdo con las estimaciones de la ONU-, además de víctimas y desplazados, está provocando que no tengan comida cinco millones de personas -casi la mitad de la población-, entre los que hay al menos 100 mil civiles que podrían morir de hambre en cualquier momento.

 

 

Un conflicto político que parece destinado a convertirse cada vez más en un enfrentamiento étnico, en el que no se puede trazar una línea divisoria clara dados los muchos grupos étnicos que habitan en el país.

 

 

“Para nosotros que somos Nuer -explica Gregory, de unos 40 años y vecino de Charles-, cortarnos líneas horizontales en la frente era un símbolo de distinción tribal, muy antiguo, pero ahora se ha convertido en una condena porque nos hace fácilmente reconocibles”.

 

 

Cada día el termómetro llega a los 40 grados centígrados. Mujeres y niños hacen interminables colas mientras sostienen los bidones que tienen que llenar de agua.

 

 

Los baños son al aire libre y desprenden un olor nauseabundo. Los médicos de las ONG que trabajan en el campo no excluyen la posibilidad de un nuevo brote de cólera debido al hacinamiento, tal vez aún más grave que el último, en 2016.

 

 

Para completar el panorama, entre bastidores, detrás de los desesperados intentos para reiniciar las negociaciones de paz, no faltan las injerencias de las grandes potencias extranjeras interesadas en el petróleo.

 

 

Con la administración Trump, que ha prometido retirar todo tipo de apoyo al presidente Salva Kiir si la violencia contra la población civil continúa, aumenta el riesgo de una deriva multiétnica que sería difícil de frenar.