Arthur Schlesinger Jr. (1917-2007) era el profesor arquetípico de la costa este estadounidense –de Harvard, para ser exactos–: lentes de una gruesa pasta negra, corbata de moño y su saco no siempre combinaba con sus pantalones. Pero como suele ocurrir con algunos de sus colegas historiadores, desarrolló una peculiar admiración por el poder –su objeto práctico y moral, sus canales y sus depositarios–, misma que lo llevaría a salir de los cubículos de vez en vez para dedicarse al activismo político como un intelectual público de centro-izquierda, siempre orbitando el ala progresista del Partido Demócrata.

 

El vértice de su “carrera política” –si así se le puede llamar a su desobediencia a las aulas– llegó cuando el nuevo presidente John F. Kennedy –a quien conoció en Harvard– lo nombró su asesor especial para asuntos latinoamericanos y, de manera informal, su “discursero” e historiador de cabecera. Entre 1961 y 1963 vivió la política americana desde su epicentro: una Casa Blanca que, tras la Guerra de Corea, retomaba un soleado optimismo estadounidense con un joven y vibrante mandatario.

 

Tras la calamitosa muerte de Kennedy, en noviembre de 1963, Schlesinger comenzaría el libro que lo instaló en la posteridad –y le dio su segundo premio Pulitzer–, “Mil días” (1965), sobre la trunca administración del masachusetano. Pero no confundamos: su asiento en primera fila había caducado; aquella bala en Dallas también acabó con todo futuro político relevante para el historiador. Después, solo la intermitencia.

 

Sin embargo, en medio de toda esa aventura –así se le llama a una experiencia única en la vida–, Schlesinger recopiló varios textos en otro libro, uno más actual: “La política de la esperanza” (1963), acerca de la eterna dicotomía entre pasado y futuro –entre conservar y cambiar–, que funge de primer, más no único, motor de la acción política entre los hombres.

 

La primera página de la introducción ajusta el compás del libro: “La humanidad (…) se divide entre el partido del conservadurismo y el partido de la innovación, entre pasado y futuro, entre la memoria y la esperanza. Ni la memoria ni la esperanza proporcionan por sí mismas una base completamente persuasiva para la acción política. Pero la distinción expresa un profundo contraste en el temperamento y el propósito humano. Algunas personas resienten el cambio y otros lo aceptan. Algunos están satisfechos con lo que tenemos; otros piensan que podemos hacerlo mejor”. Pero siempre hay grises; tan grises que se parecen.

 

La noción de Schlesinger puede funcionar en la antesala de la competencia electoral –etapa más simple, determinada por lo que lleva al hombre a buscar el poder–. Pero no podemos aceptarla para escenarios de contienda –ya compitiendo formalmente por el mismo– por el hecho de que sería “conservar” un estigma que ha regido las campañas: el argumento simplista y engañoso de los mercadólogos de la política de que una campaña se reduce al dilema cambio-continuidad –argumento aún más ridículo en sistemas multipartidistas como México–.

 

Los mexicanos, pues, no debemos reducir la que será una muy disputada elección presidencial a una pregunta. Todos los proyectos ofrecerán distintos grados de esperanza –en función a sus posibilidades de triunfo–, de cambio –definidos por su rango de acción y voluntad política–, y de continuidad –aunque no les guste decirlo–. La perversión de la esperanza es la ceguera; no ver las distintas variables de los proyectos en la boleta electoral sería traicionar el espíritu de pedagogía social al que apostamos con la Transición. Pero esa es justo la idea de quien reduce el 2018 a una cuestión cambio-continuidad: alejar tu mirada de los programas políticos, ahí donde verdaderamente se esconde el conservadurismo y la innovación, el pasado y el futuro. No te dejes, mexicano.

 

 

@AlonsoTamez