En febrero de 1988 tuve un incidente durante una manifestación. A los pocos minutos de haber bloqueado una calle, llegaron los granaderos. En vez de sólo replegarnos hacia la banqueta para liberar la vialidad, nos persiguieron hasta disolver la manifestación. En mi caso, caí, y de inmediato escuché la orden “patéenlo”.

 

Hace unos días, durante las manifestaciones del 1 de diciembre, un mando policiaco ordena: “Agarren a todos los que van corriendo”. La frase me recordó el “patéenlo” que viví en mi adolescencia y no es muy lejano al “reestablecimos el orden” que le acaba de costar el puesto a Jesús Rodríguez Almeida al frente de la policía del DF. La policía carece de protocolos para manejo de eventos masivos, aunque lo nieguen.

 

Alguna vez un ex jefe de la policía del Estado de México me contaba anécdotas de intervenciones policiacas en manifestaciones. Mi planteamiento fue “hay que generar procedimientos en las actuaciones de los granaderos” y su respuesta “no se puede, cada intervención es distinta”.

 

Pienso en Max Weber, “el Estado tiene el monopolio legítimo de la violencia” y me pregunto si en este momento el Estado mexicano tiene el monopolio legítimo de la violencia. Perdió la legitimidad mas no la violencia. El problema viene de tiempo atrás, pero los recientes acontecimientos han exhibido a un Estado que se debilita justamente por la ausencia de protocolos.

 

La legitimidad para imponer el orden, hoy día, está dada por la legalidad de sus actuaciones. El Estado Mexicano es capaz de convertir en héroe a un villano: violentaron los derechos humanos de Sandino Bucio, aprehendieron a inocentes en las manifestaciones del 20 de noviembre, los torturaron y enviaron a penales de alta seguridad con delitos inventados que, por la presión de la opinión pública, los jueces terminaron por desestimar.

 

Manifestaciones pacíficas que terminan con actos violentos no son exclusivas de México. Hay experiencias internacionales, existen “buenas prácticas” reconocidas tanto para la contención como para la detención de los violentos. El problema es que como lo que busca el Estado Mexicano es minimizar las protestas contra el Estado mismo, prefiere tolerar a los violentos y luego “agarrar al que vaya corriendo”. Ese es el verdadero protocolo.

 

La caída de Rodríguez Almeida es más que merecida. Sus resultados como jefe de la policía del Distrito Federal ya eran de por sí malos, pero el perfil represivo que se generó en la actual coyuntura obligó a su destitución. Imagino que lo mismo ocurrirá con el procurador Jesús Murillo Karam. El problema es que los sustitutos no serán más respetuosos de los derechos humanos que ellos, porque en el fondo los policías preventivos, judiciales, los agentes ministeriales, los altos funcionarios de las fiscalías, procuradurías y policías, están convencidos de que el “orden” se establece “con mano dura” y los derechos humanos “son un estorbo”.

 

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Yo pienso todo lo contrario. Los derechos humanos construyen institucionalidad y hoy son fundamentales para legitimar el desempeño del Estado y llevarlo del monopolio legítimo de la violencia a la coordinación de la gobernanza.

 

La participación social en la conformación de protocolos del sistema policiaco y judicial es clave. En cambio, la necedad de mantener una violencia de Estado basada en reglas subjetivas como “patéenlo” o “agarren a los que van corriendo”, sólo contribuye al deterioro y pérdida de legitimidad del Estado mismo. Entendamos de una vez que el clamor no sólo es por los 43 desaparecidos sino por la evolución del Estado mexicano.