Conforme ha evolucionado la crisis de Ayotzinapa me queda claro que el gobierno de Peña quiere endosar todas las culpas al PRD, pero también que no saben qué otra cosa hacer. Y en efecto, hoy no tenemos claro qué sucederá. Entre el abanico de posibilidades están en los extremos las palabras “Nada” y “Primavera”.

 

Abonando a la opción “Nada”, el procurador Jesús Murillo Karam dijo, por desatino, las palabras mágicas, “Ya me cansé”. Todos estamos cansados, de hecho. Y cada quien tiene sus motivos, seguramente válidos.

 

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Hay cansancios más dolorosos, como los de los familiares de las miles de muertes evitables de los últimos años, y no me refiero sólo a la violencia delincuencial, sino también al sistema de salud, a los accidentes de tránsito, al incendio impune de la guardería ABC, etc. Hay otros cansancios menos dolorosos pero igualmente legítimos: el sistema fiscal, la falta de oportunidades, el mal gobierno, la falta de agua, el tráfico, las manifestaciones, el ruido, etc. Otros, simplemente, están cansados de no entender a la sociedad, como Murillo Karam.

 

Las imágenes del encuentro del presidente Peña Nieto con los padres de los normalistas son inéditas. Sin embargo, ocurrieron tras un mes en el que las autoridades federales trataron de opacar el problema. La genialidad del secretario de Gobernación, Miguel Osorio Chong, de bajar en mangas de camisa a dialogar con los estudiantes del politécnico, se derrumba frente al propósito frívolo de opacar los casos de Tlatlaya y Ayotzinapa.

 

El esfuerzo del equipo del presidente por atender a las familias de los normalistas no funciona si el gobierno no es empático con su sufrimiento ni con el hartazgo de la sociedad. Pero la radicalización de la protesta tampoco funciona, y no me refiero a los que incendiaron la puerta de Palacio Nacional o la estación de metrobús, los cuales sólo le sirven al Estado (y casualmente las policías jamás actúan a tiempo). Me refiero a la petición de renuncia del presidente.

 

El presidente tendrá que dar una sacudida en su equipo en pocas semanas. Eso no sólo incluye a las autoridades que prefirieron esperar un mes antes de actuar. Incluye a los que claramente están haciendo negocios personales (y si no, que me expliquen la decisión presidencial de revocar una licitación de 50 mil millones de pesos). Tener un presidente en entredicho, como ya tuvimos a Felipe Calderón durante su sexenio, es la mejor garantía de seguir viviendo una guerra civil no declarada.

 

Andrés Manuel López Obrador aceptó un sistema de reglas para competir y al final no reconoció su derrota. Razones para dudar del triunfo de Calderón las hay, y muchas. Sin embargo, el sistema de reglas que los candidatos habían aceptado declaró ganador a Calderón. La impugnación legal de López Obrador nada tenía que ver con su discurso político. Un presidente constitucional y uno autodenominado que representaba a la tercera parte del electorado. Seis años de encono ¡gracias!

 

¿Vamos a sobrevivir a cuatro años de gobierno demandando la renuncia de Peña Nieto? ¿Vamos a abonar a nuestro síndrome de telenovela, en el que sólo cabe la palabra altanera, la venganza, y el aplastar al rival antes de que se despliegue la palabra “Fin”? Necesitamos dialéctica.

 

El presidente debe abrir su gobierno a la sociedad, tomar las agendas sociales, preocuparse porque sus colaboradores desarrollen las agendas transversales de derechos humanos y medio ambiente.

 

Si Enrique Peña Nieto tiene capacidad para seguir adelante, tendrá que ser más mexicano que priísta para gobernar; tendrá que abrir su gobierno a los que decimos “ya me cansé”, antes que seguir abriendo su casa a las revistas para descerebrados; tendrá que enfocarse a la reconciliación, antes de seguir vendiendo una realidad que sus once reformas no construyeron.

 

Si no es capaz, entonces esta historia sí podría terminar con la Primavera Mexicana.