Desde que sólo tenemos una vida, sabemos que el bien más preciado es la vida humana. La era de la violencia por el narcotráfico y la delincuencia organizada ha costado en México decenas de miles de vidas. Son vidas que no se pueden reponer. También hay otras secuelas: lesionados, desplazados, amén de las heridas psicológicas tanto en las víctimas directas como en sus familiares.

 

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Las cifras son poco precisas, pero son cifras de guerra. Alrededor de 100 mil desde 2006; más de 10 mil cada año. Las fuentes gubernamentales ya no son muy confiables, el seguimiento a los medios de comunicación es una opción, otra es la investigación de algunas organizaciones en las procuradurías. El hecho es que esta guerra lastima a México. Sin embargo, tenemos una guerra peor, con más muertos, más heridos, familias afectadas, culpas y una historia que directa o indirectamente nos toca a todos algún día: los accidentes de tránsito.

 

“Se mató en un accidente” cierra muchas historias: las leyendas, por supuesto, como James Dean o la Princesa Diana; políticos mexicanos como Manuel Clouthier o Adolfo Aguilar Zínser; y en las historias personales no falta a quién recordar: un primo, la hermana menor de mi abuela, el hijo de mis vecinos, etcétera. 17 mil vidas oficialmente, al año, en México; 22 mil si consideramos quienes mueren días después. Catorce de cada 100 mil habitantes son la cifra oficial, 18 si consideramos los fallecimientos en hospital. Cinco veces más muertos que en los países con las mejores cifras.

 

Uno de los países que hoy día reporta las mejores estadísticas es España, que en 1989, año en que murió Maquío, informaba nueve mil 344 fatalidades, hoy ha logrado reducir esta cantidad a mil 680 en 2013. La receta es tan compleja o tan simple como se quiera ver: hubo una decisión nacional de empoderar a una entidad y llevar al país a trabajar en la misma dirección, hubo un compromiso con la vida humana.

 

El caso mexicano es verdaderamente vergonzoso. México acaba de ser sede del IV Congreso Iberoamericano de Seguridad Vial. Uno hubiera esperado que si la violencia vial cobra más vidas que la violencia delincuencial, estuvieran presentes los secretarios de Comunicaciones y Transportes, y de Salud, Gerardo Ruiz y Mercedes Juan; bueno, al menos los subsecretarios y la titular de la Comisión Nacional de Prevención de Accidentes (Conapra), Martha Híjar. La más alta autoridad durante el evento, el director general de Medicina Preventiva en el Transporte, José Aguilar Zínser. Para la clausura llegó el subsecretario de Infraestructura, Raúl Murrieta, pero en el arranque estuvo con el presidente Enrique Peña Nieto inaugurando vialidades donde, por desdeñar el tema, pronto habrá muertos.

 

Me pregunto qué puede pasar por la cabeza de la secretaria técnica de Conapra, por ejemplo, para que siendo la responsable de la prevención de accidentes en el país no acuda a un congreso internacional en el que se tratará este tema. El desdén de las autoridades mexicanas por el IV CISEV fue notorio y comentado durante las pláticas privadas de muchos de los asistentes. Los mexicanos estábamos avergonzados y molestos. El gobierno federal no ve en los accidentes viales un problema de salud pública.

 

Once reformas presume el presidente Enrique Peña Nieto para hacer a México más productivo o proyectarse al futuro. Sin embargo, no hay acciones claras para proteger la vida humana: en 25 años, cuando existe la política y la coordinación necesarias, un país puede reducir en 82% las muertes por accidente. El desdén por el tema costará miles de vidas. En lo que resta del gobierno de Peña Nieto morirán entre 80 y 90 mil personas en accidentes de tránsito.

 

Comenzar a tomar acciones hoy nos permitirá llegar a cuatro mil muertes en 25 años, con un acumulado de 200 mil vidas salvadas durante ese tiempo. 200 mil vidas sin nombre ni apellido, 200 mil vidas no clientelares, 200 mil vidas que no son negocio porque nadie sabe quiénes son o somos los salvados por una política nacional de prevención de accidentes de tránsito.