Muchas veces me he preguntado sobre la visión de Andrés Manuel López Obrador.

 

Hay una línea que me dibuja a un líder impoluto, alguien con una honestidad indiscutible, comprometido con los más pobres de México, y sin duda una persona con una increíble disciplina que lo mismo le dio para dar conferencias de prensa todas las mañanas a primera hora durante cinco años, que para recorrer los 2,457 municipios de México.

 

He platicado sobre López Obrador con excolaboradores y recibo opiniones, sin duda, positivas. Era muy congruente en sus compromisos. Si aprobaba un programa, se seguía hasta su consecución; si alguien ponía obstáculos, él mismo los destrababa; todo lo contrario a lo que se ve hoy en la CDMX.

 

Durante su administración, sin embargo, López Obrador se dedicó a atender temas nacionales. Sí respondía en sus ruedas de prensa matutinas los temas locales, pero construía “la nota” con temas nacionales.

 

López Obrador posee simultáneamente dos envolturas. Por una parte, su lado de confrontación, la toma de pozos petroleros, sus polémicas desde los temas más simples como el horario de verano, o una posible veta populista que lo llevó a ser presentado como “un peligro para México”. Por otro, sus asesores de campaña lo han caricaturizado de una forma amigable: “sonríe, ya ganamos” o “amoroso”.

 

¿Quién es el verdadero AMLO? ¿El del peligro o el de la caricatura de la barba partida? Mientras gobernó el PAN y para los panistas, López Obrador era un peligro para México; para sus partidarios, un amoroso.

 

Cuando el PAN intentó hacer una reforma energética, sus partidarios se radicalizaron en las cámaras y hasta tomaron la tribuna. La reforma terminó siendo superficial. Cuando el PRI hizo su reforma energética, mucho más privatizadora que la panista, Andrés Manuel sufrió un infarto. La resistencia a la privatización se apagó. No hubo un comunicado a los opositores, ni un mensaje solidario, ni un video desde la convalecencia que motivara a sus partidarios a “impedir el despojo de las entrañas de la tierra a los mexicanos”. Muchos tenemos la duda, pero quienes lo conocen de cerca me dicen que sería incapaz de transar una reforma así.

 

Morena posee una gran fuerza en la Ciudad de México. El partido de AMLO, en su primera elección, fue capaz de ganar la tercera parte de los diputados, 6 de 16 delegaciones y estuvo muy cerca de arrebatar al PRD las 2 más pobladas de la ciudad. Con esa fuerza, Morena va tomando banderas sociales en los temas polémicos: en campaña proponían bajar la tarifa del metro desde la Asamblea Legislativa, combatir los parquímetros, y recientemente han promovido amparos contra el Reglamento de Tránsito y obtenido las firmas necesarias para convocar a un plebiscito (si bien el Artículo 17 de la Ley de Participación Ciudadana establece que éste debe realizarse antes de la ejecución del Reglamento; es decir, Morena pidió el plebiscito demasiado tarde).

 

El 27 de diciembre, López Obrador tuiteó: “El nuevo reglamento de tránsito, incluidas sus cámaras, está hecho para robar. MORENA lo cancelará. La autoridad del DF parece del PRIAN.”

 

¿Le enoja a López Obrador más el Reglamento de Tránsito que la privatización del petróleo? Así parece. En su urgencia de congraciarse con los deciles más ricos toma la bandera fácil del Reglamento de Tránsito.

 

AMLO es muy dado a reclamar altura de miras. Justo ahora carece ella: este Reglamento de Tránsito favorece a los grupos más vulnerables; su actitud, a los más pudientes. Con altura de miras, Andrés Manuel debería trabajar para la unidad de la izquierda no para su división; y su partido debería aportar mejoras tanto al reglamento como a su aplicación. Le gana su lado peligroso para México, la izquierda demanda su lado amoroso.