Recuerdo con claridad el episodio número 8 de la primera temporada de Los Simpsons, “El héroe sin cabeza”. Fue el primero que vi y lo retengo en la memoria como si lo hubiera visto ayer, aunque fue emitido en 1990. Pero no es un logro propio, es totalmente atribuible al trabajo de los creadores, de Matt Groening y compañia. Pese a la recomendación de varias personas a mí alrededor, yo sobrevaloraba lo que iba a ver; me decía: “es una caricatura”. Uno no espera grandes cosas de las caricaturas porque, por lo regular, tienen una narrativa lineal, algunos gags simples, música de fondo y situaciones que pueden tornarse mortales pero que en el siguiente capítulo reiniciarán sin problemas.

 

Todos salvos. Un loop eterno.

 

Ese capítulo de Los Simpsons iniciaba con una elipsis que te metía de lleno en la acción. Bart, el primogénito de la familia amarilla, era perseguido por una muchedumbre que clamaba por su sangre. Luego sabríamos el embrollo en el que se había metido al cortar la cabeza del héroe local, derivado de la presión ejercida por unos abusadores que lo habían chantajeado hasta lograr que hiciera una tontería. Además, era la primera vez que se hablaba de Jebediah Springfield, una parodia del trampero y legendario Jedediah Smith, quien, como el héroe ficticio, había sobrevivido al ataque de un oso.

 

En “El héroe sin cabeza” ya estaba todo el caldo de cultivo del explosivo éxito de la serie: una familia común, un pueblo, Springfield, similar a muchos de Los Simpsons, con sus dósis de diversidad étnica, una empresa monopólica casi dueña de todo, una cantina, una escuela, y todo lo necesario para crear una serie que satirizara al norteamericano promedio.

 

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De la parodia a la personalidad

 

Ahí estaban, bajo un toque de absurdo y dibujos animados, las constantes de las sitcoms de acción viva como Married… with Children o Seinfeld. Es decir, los domingos de carne asada, los problemas matrimoniales, los ascensos en el trabajo, el acoso escolar, los días de pícnic, el patetismo de la clase media y la monotonía de la vida diaria.

 

Aquellos Simpsons de las temporadas tempranas eran un análisis con mucho humor y con acidez de la vida norteamericana, que cada vez más se estandarizaba a otras partes del mundo, incluido México.

 

Todo eso lo sazonaban con referencias cruzadas a películas de culto, desde El Padrino, El resplandor, Buenos muchachos y Los pájaros, a Ben Hur y El planeta de los simios, entre muchas otras. Los creadores se daban el lujo de tomar prestado tramas de películas y vestirlas con sus personajes, además de utilizar planos cinematográficos que las caricaturas, hasta ese momento, no realizaban. Se hacían picadas, contrapicadas, elipsis de tiempo, enlazaban tramas, jugaban con conceptos matemáticos, físicos… y se atrevían a burlarse de la misma empresa que los programaba: la FOX.

 

Los personajes de esas temporadas, quizá hasta la duodécima, eran simples parodias de los estereotipos familiares; no obstante, pronto fueron definiendo su personalidad. Al inicio, el protagonista era Bart, una especie de Daniel el Travieso, pero sin la genialidad del niño creado por Hank Ketcham. En breve nos dimos cuenta que Bart era menos ambicioso e inteligente. Bart sufría culpa, era débil y sus ambiciones se acaban pronto. Era demasiado niño como para soportar el peso protagónico del programa. Fue debido a eso que, poco a poco, Homero fue tomando su lugar.

 

Homero es estúpido pero ambicioso; sus planes duran más que los de Bart, que siempre acaba devorado por el remordimiento. Homero es capaz de meterse en las más disparatadas situaciones debido a sus pocas luces, porque, principalmente, es un adulto, y sobre él no hay ninguna autoridad que lo detenga. Bart, por ejemplo, tiene una variopinta cantidad de personas que actúan como su freno: su hermana, su padre, el director de la escuela y sus propios compañeros de escuela. Sobre Homero no hay nada.

 

De la personalidad a la vida real

 

El problema fue que los personajes crecieron tanto que dejaron de ser una parodia para volverse reales. Se convirtieron en ellos mismos; ya no necesitaban del mundo “real” para poder vivir su vida. Marge, Lisa, Bart, Homero y Maggie se volvieron parte de nosotros. Marge apareció en Playboy, la cerveza Duff se podía comprar en el supermercado y Liza, la pendante Liza, de pronto era no una, sino una generación de hombres y mujeres que se rasgan las vestiduras ante cualquier fallo de lo políticamente correcto.

 

Los Simpsons dejaron de referenciar la realidad para volverse una parodia de sí mismos. Ya no necesitaban de nadie. No había necesidad de hacer referencia a la clase media o al día a día: con ellos se bastaban. En el capítulo “El enemigo de Homero”, el 23 de la octava temporada, aparece un tal Frank Grimes, un personaje que sigue la lógica de los antiguos personajes de la serie. Grimes es un tipo que ha trabajado duro para lograr todo lo que tiene y al compararse con Homero y su absurda buena suerte, que lo ha llevado a ser astronauta, amigo de ex presidentes y a viajar por el mundo, siente una envidia tal que lo lleva a odiarlo a muerte. Pero ante el Homero de dibujo animado nada puede hacer el Grimes que vive una vida mundana. Huelga decir que acaba muerto.

 

Es quizá en ese capítulo donde más se ve el cambio entre un momento y otro de la serie. El motivo de su decadencia no es el bajo nivel de argumentos, no es el cambio de voces, ni el alejamiento de Groening de la parte creativa, es simplemente la lógica de los personajes. ¿Qué cosas interesantes les pueden pasar a unos seres que han vivido de todo y que, más importante, no crecen ni pueden morir?

 

Eso mismo se preguntó en un momento dado DC Comics de su universo. Entonces decidieron acabarlo y reiniciar de nuevo. Pronto Marvel tuvo que hacer algo similar. El problema es que esa lógica no cabe en la familia amarilla. Con 28 temporadas al aire y varias más confirmadas, Los Simpsons pueden seguir por siempre, pero hace mucho que murieron.

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