Para el diseño de cualquier fórmula institucional es preciso atender al problema social, político o económico que pretende resolver. Nuestro modelo federal, por ejemplo, considerando experiencias previas de separatismos y levantamientos provocados por discrepancias regionales, pretendió, y logró, organizar al país dentro de un esquema fuertemente centralizado, de manera que al distribuir, en cierta medida, el poder entre sus regiones, se mantuviera unido y no se dispersara en fragmentos creados al calor de las fuerzas locales.

 

Nuestras sucesivas reformas políticas, también como ejemplo, atendieron a la necesidad de dar cabida a una pluralidad política y social en las instituciones del poder público.

 

En este sentido, cabe preguntarse ¿cuál es el problema que se trata de resolver dotando de una Constitución a la ciudad capital?

 

¿Hay una necesidad económica o social que atender que requiera su sustento?

 

¿Existe una demanda ciudadana generalizada al respecto?

 

¿La vida diaria de sus habitantes se ve obstaculizada por problemas derivados de la ausencia de una Constitución, cuando ha tenido hace años un Estatuto de Gobierno?

 

La reacción ciudadana reciente al votar por la Asamblea Constituyente parece responder negativamente a las tres preguntas.

 

La población capitalina está abrumada por dificultades que tienen que ver con el ejercicio de funciones públicas, que no se ajustan estrictamente a la legalidad establecida ni a su propósito original; o con la prestación deficiente de servicios, a los que falta calidad y oportunidad. Las quejas de la población y sus demandas de que se atiendan sus solicitudes con rapidez y eficacia no dependen de la existencia o no de una Constitución local.

 

Dependen, más bien, de la adecuación de las leyes a las realidades actuales de la ciudad y del establecimiento de contrapesos al poder de los gobernantes, sobre todo del ámbito ejecutivo, con instituciones renovadas, sanciones efectivas y participación real de los ciudadanos.

 

Las buenas respuestas estarán más asociadas con el respeto, hoy inexistente, al Estado de derecho, y con medidas eficaces contra la corrupción, así como con mejores disposiciones para que la información general sea oportuna, clara y accesible y para que la rendición de cuentas sea entendible y presentada en forma tal que cualquier ciudadano tenga acceso a ella y pueda comprenderla.

 

Por otra parte, en tiempos cercanos, hemos contemplado pugnas y desavenencias preocupantes entre autoridades locales y federales. Cabría igualmente preguntarse si una Constitución local dará cauce de prevención y solución jurídica, tranquila y expedita a las diferencias entre dichas autoridades, o si, por el contrario, se creará una herramienta para alentar luchas político-partidistas, con el riesgo consecuente para la tranquilidad de toda la República, cuyos poderes podrían resentir presiones injustificadas en su propia sede.

 

El asunto no es menor; se han dado casos en nuestra historia en que la fuerza local se enfrenta a la federal. Precisamente para prevenir esos choques fue diseñado el entramado constitucional para el Distrito Federal.

 

Tomar como ejemplo indiscutible la Constitución de la ciudad de Buenos Aires, que responde a realidades políticas e históricas diferentes, no parece lo más apropiado. El ejercicio comparativo de instituciones en el ámbito internacional resulta una orientación útil, pero no puede tomarse como guía infalible.
Es verdad que la sola teoría jurídica, alejada de la realidad, no es razón suficiente para el sostenimiento de una institución, pero también es cierto que el abandono de principios teóricos sustantivos para dejar espacio a una, tal vez, caprichosa realidad política puede minar a las propias instituciones.