Un argumento recurrente en contra de la Responsabilidad Social Empresarial (RSE) consiste en sostener que la empresa, por el simple hecho de existir y generar dividendos, cumple plenamente con sus obligaciones.

 

Es una postura que data de los sesenta y fue asumida con intensidad particular por el economista Milton Friedman: las compañías desempeñan un rol social insoslayable manteniéndose activas en el mercado. Cuando una empresa es rentable no sólo produce beneficios para los accionistas, también genera nuevas oportunidades de empleo, provisión de bienes y servicios valiosos para la sociedad.

 

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Produce adecuadas utilidades económicas que el Estado puede gravar y destinar a la infraestructura gubernamental, al pago de empleados públicos, al desarrollo del capital humano y la seguridad social.

 

En realidad, instrumentar políticas de RSE –concebida ésta como una cultura de gestión que vincula a la empresa con el bienestar social mediante el desarrollo de los integrantes de la organización, la mejora constante de la comunidad, ética en la toma de decisiones y sustentabilidad ambiental- no implica distraer a la compañía de su obligación de generar resultados económicos con programas orientados a beneficiar a otros.

 

La intención es la opuesta: magnificar el potencial de la empresa con una serie de medidas que, a la vez que contribuyen al bien común, ayuden a la corporación a posicionarse de una manera más valiosa en la sociedad. Para una entidad con una visión de largo plazo, que se conciba a sí misma como mucho más que una estructura pensada para hacer dinero, la RSE no debería ser nada nuevo, pues el bienestar social no está peleado con la rentabilidad y la permanencia.

 

Ante factores como el incesante escrutinio de la opinión pública internacional, la consolidación de los stakeholders y el creciente poder del consumidor, hoy se antoja improbable que una corporación que incumpla con los parámetros mínimos de responsabilidad pueda prosperar sin intensas dificultades en el mediano plazo.

 

La palabra clave es confianza. Si los consumidores y la sociedad deciden creerte cuando más necesitas su confianza, no depende de un trabajo espontáneo de relaciones públicas o de una campaña mercadológica, sino de la reputación que haya construido la empresa a lo largo de los años, antes de que suceda una crisis que la ponga en riesgo. Si manejas una empresa pública, simplemente no puedes ignorar al público.

 

La sociedad global atraviesa un momento de inflexión, donde la RSE ha dejado de ser un acto de voluntad para convertirse en una exigencia social insoslayable. La sociedad les está marcando que si quieren continuar funcionando deben seguir una serie de reglas que promuevan el bienestar de la comunidad. Las empresas no tienen elección: la RSE no es un “maybe”, sino un mandato de la sociedad que las obliga a incorporar prácticas responsables a su cultura corporativa. Los generadores de influencia al interior de las sociedades —sean organizaciones no gubernamentales, medios de comunicación o personajes prominentes— demandan que las corporaciones obtengan ingresos sólo a través de comportamientos responsables.

 

La advertencia es clara: si una empresa abusa del ambiente, de sus trabajadores o de los derechos de terceros, será llamada a rendir cuentas, lo quiera o no. Ser socialmente responsable entraña beneficios económicos como el incremento de ventas y dominio del mercado, un mayor posicionamiento de marca, atracción, retención y desarrollo del talento ejecutivo, y aumento de valor para inversionistas y accionistas. No es una cuestión de ser “bueno”, sino de mantenerse competitivo en un mercado cada vez más demandante.