La literatura de management está poblada de gurúes y lugares comunes. “Innovación”, “liderazgo”, “motivación”, “espíritu emprendedor”, entre otros, son algunos de los conceptos en torno a los que giran cientos de libros con recetas fáciles para alcanzar el éxito. Semana tras semana se realiza un congreso sobre alguno de estos temas, donde un conjunto de supuestos expertos en administración de empresas repiten una y otra vez mantras de fácil digestión orientadas a convencer a la audiencia de que nada es imposible si se está dispuesto a tomar riesgos y asumir un espíritu positivo frente a la adversidad.

 

Con eso basta. La charlatanería va en ascenso. Por cada pensador que realiza una contribución valiosa, hay decenas de predicadores cuya energía y lógica de exposición se reduce a una filosofía new age de superación personal (“¡sé un líder cuántico!”).

 

 

La ligereza de estos contenidos ha consolidado la idea de que la visión y el espíritu son más importantes que la inteligencia y la ejecución. Es una confusión lamentable. Bajo la lógica de que la única inteligencia que importa es la “emocional” y que los detalles y números pertenecen al universo de los contadores “Godínez”, los aspirantes a empresarios navegan por un mar de sueños de opio que tarde o temprano termina aplastado por la realidad.

 

Hace algunos años, Howard Gardner, profesor de la Universidad de Harvard y autoridad mundial en procesos de aprendizaje organizacional, me comentaba en una entrevista que muchas veces es más valioso contar con un administrador eficiente que con un visionario del management. Alfred P. Sloan, el empresario que llevó a General Motors a la cúspide en los años 30 y 40, es un ejemplo paradigmático.

 

Experto en temas organizacionales e industriales, Sloan era el hombre perfecto para General Motors (en ese entonces la entidad de negocios más compleja del mundo). Sloan tenía una formación de negocios sustentada en una carrera universitaria y una amplia experiencia en empresas de la talla de Hyatt Roller Bearing y United Motors. De modo que cuando asumió la dirección de GM ejerció un potente liderazgo basado en la inteligencia y claridad en el modelo de negocios. En esa esfera no importaban las cualidades de Sloan como persona o si era emocionalmente inteligente; es más, ni siquiera importaba si los accionistas lo conocían personalmente o no. Lo que contaba eran sus ideas, que por sí solas infundían respeto.

 

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Otro ejemplo: cuando Louis Gerstner se hizo cargo de IBM, a principios de los años 90, declaró que lo último que la compañía necesitaba era un visionario, que lo que en verdad se requería era una buena administración y un amplio recorte de costos. Y tenía razón. Ese tipo de pensamiento fue lo que salvó a IBM en ese momento. Ahora bien, podría argumentarse que esa actitud de Gerstner era, en sí misma, una visión, y que esa visión era, en sí misma, una historia; una historia sobre cómo un enfoque lógico puede corregir los excesos de visionarios que malgastan los recursos de una compañía.

 

 

De hecho, el mismo Gerstner reconoce que no se puede cambiar la cultura de una compañía escribiendo “memos”, sino que se tiene que apelar al corazón y a las emociones. Y esto se logra a través de una buena historia y de un líder que la personifique correctamente. La clave es encontrar el equilibrio. La administración es compleja y constituye por sí sola una clase de inteligencia que en algunos momentos puede ser más apreciada que un liderazgo emotivo o carismático. Bill Gates dijo una vez que ser un visionario es sencillo, pero que ser un presidente ejecutivo que evalúa procesos y logísticas es muy difícil. ¿Quién podría decirle que no sabe de lo que habla? ¿O a poco el autor de “Recetas para ser un líder exitoso” sabe más que Gates?

 

 

 

Bill Gates dijo una vez que ser un visionario es sencillo, pero que ser un presidente ejecutivo que evalúa procesos y logísticas es muy difícil. ¿Quién podría decirle que no sabe de lo que habla? ¿O a poco el autor de “Recetas para ser un líder exitoso” sabe más que Gates?