Ajenos a la rendición de cuentas, no son pocos los capitanes de empresas que justifican su reticencia a implementar políticas avanzadas de Responsabilidad Social Empresarial (RSE) bajo el argumento de que éstas representan un atentado contra la “libertad de empresa”, sobre todo las que se refieren a esquemas de gobierno corporativo y ética en toma de decisiones.

 

 

 

 

Confunden el concepto de “libertad de empresa” con la facultad de conducir una compañía sin ninguna clase de restricción al interior de la organización. Son, en realidad, dos ideas diferentes. La “libertad de empresa” se sustenta en la necesidad de que una organización opere en un mercado libre, sin monopolios coercitivos ni distorsiones provocadas por el intervencionismo del Estado.

 

Es, en esencia, la base del capitalismo, y está protegida constitucionalmente en diversos países. La independencia unipersonal en la toma de decisiones, en cambio, no es una condición de mercado, sino un estilo de gestión cada vez menos compatible con las exigencias del capitalismo global.

 

En el fondo, una buena parte de los grandes empresarios latinoamericanos siguen pensando que una empresa debe conducirse como una hacienda del siglo XIX, así cotice en bolsa e interactúe con múltiples stakeholders (partes interesadas) . Una organización, que aspire hoy a ser eficiente no puede concebirse a sí misma como lo hacía una compañía en la era industrial, donde la acumulación de tangibles materiales era fin y destino.

 

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La agudización de la pobreza en el mundo subdesarrollado, el deterioro constante del medio ambiente, las cambiantes e injustas regulaciones en materia comercial, la discriminación racial y de género, por mencionar algunos focos rojos, son problemas globales que requieren de la acción global de las organizaciones no sólo por un imperativo ético, sino también porque atacan precisamente aquello que conforma la viabilidad de una empresa global: el capital humano. La trascendencia de las corporaciones depende del grado de compromiso que desarrollen en la solución de los problemas globales.

 

Como bien señala Chris Komisarjevsky, exdirector de Burson Marsteller (una de las agencias líderes de RP en el mundo), la sociedad espera más de las corporaciones: “La gente les está marcando que si quieren continuar funcionando deben seguir una serie de reglas que sean compatibles y promuevan el bienestar de la comunidad. Las empresas ya no tienen elección, la RSE es un mandato de la sociedad y es algo que deben incorporar por obligación a su cultura corporativa. La advertencia es clara: si una empresa abusa, será llamada a rendir cuentas, lo quiera o no”.

 

La RSE no es un grillete contra la “libertad de empresa”, como sostienen algunos reaccionarios. Al contrario, puede ser un activo clave para la rentabilidad. Cuando una empresa es rentable no sólo produce beneficios para los accionistas, sino que también genera nuevas oportunidades de empleo, provisión de bienes y servicios valiosos para la sociedad, adecuadas utilidades económicas que el Estado puede gravar y destinar a la infraestructura gubernamental, al pago de empleados públicos, al desarrollo del capital humano, a la seguridad social y al desarrollo nacional.

 

Y, en efecto, instrumentar políticas de RSE no implica desconocer el rol social que ya desempeña la empresa, ni tampoco, como argumentan algunos puristas, se trata de distraer a la organización de su obligación de sobrevivir y desarrollarse económicamente con programas orientados a beneficiar a otro.

 

La intención es la opuesta: magnificar el potencial de la empresa con una serie de medidas que, a la vez que contribuyan al bien común, ayuden a la corporación a posicionarse de una manera armónica en la sociedad. Para un líder con visión de largo plazo, los días de “es mi empresa y hago con ella lo que se me antoje” deberían pertenecer al pasado remoto.