Una de las barreras mentales que impide el avance de la Responsabilidad Social Empresarial (RSE) -sobre todo en temas como ética en la toma de decisiones y gobernanza- es la creencia consistente en  que una empresa sólo es una infraestructura que alberga a un conjunto de personas dedicadas a  producir un bien u otorgar un servicio con el fin de conseguir una remuneración económica. El accionar de esta empresa debe enmarcarse en la ley, ¿pero pedir que genere conciencia institucional hacia la sociedad? Para los detractores de la RSE, tal demanda resulta ingenua y contraproducente.

 

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Los negocios son actividades ancestrales, pero la empresa  es una invención relativamente moderna. El concepto ha evolucionado de manera drástica en los últimos tres siglos. De ser una infraestructura física que albergaba a un conjunto de individuos que trabajan durante un periodo definido (la era industrial), pasó a ser una entidad con conciencia de permanencia, y de ahí a la corporación que conocemos actualmente: una entidad internacional con ambiciones expansivas y personalidad definida.

 

 

 

 

La empresa se convirtió en una institución caracterizada por el cambio constante y la interacción, no ajena a las dinámicas que definen a una persona.  El andamiaje legal así lo reconoció a principios del siglo pasado, cuando la denominación de “persona moral” se consolidó en el mundo occidental. En un inicio, la clasificación respondió a fines prácticos: facilitar el actuar legal y económico de la compañía; conforme los activos intangibles de la corporación se tornaron más valiosos en las postrimerías del siglo XX, la denominación se volvió más literal: las empresas, o mejor dicho, las marcas de esas empresas, se transformaron en imágenes que remitían a la clase de valores que se asocian usualmente con las personas físicas y sus actividades.

 

La dinámica alcanza tintes emotivos. Según Kevin Roberts, CEO de la prestigiada agencia de publicidad Saatchi & Saatchi, el consumidor valora una marca de acuerdo con los mismos ejes con los que evalúa a sus semejantes: el amor y el respeto. ¿Qué es lo que te inspira de una persona? ¿Cuáles son las cualidades que buscas en una pareja? ¿Qué clase de persona deseas que sea tu amigo?

 

Las respuestas se dan siempre en función de dos ejes, el amor y el respeto. Usted puede adorar a una persona, pero si no la respeta, si no se gana su credibilidad y admiración, no la va a querer cerca. Lo mismo sucede al revés: puede respetar a una persona, pero si no es atractiva, si no existe deseo amoroso, no querrá estar a su lado. Así son las marcas. Cuando una marca gana amor y respeto, se convierte en algo real, en la clase  de persona que se quiere al lado toda la vida. Es como estar enamorado. Cuando una marca alcanza esa clase de afecto, Roberts la llama “lovemark”  (marca de amor).

 

El carácter de una persona, sea moral o física, se construye a partir de las cualidades que la hacen diferente. Y ese carácter es lo que le da sentido a la marca. Toda moneda tiene dos caras: así como la personalidad de una empresa puede asociarse con los atributos propios de un individuo, también puede suceder lo opuesto: a causa de malos manejos financieros, negligencia ecológica o deleznables condiciones laborales, la personalidad de una corporación puede quedar atada al escándalo y la ignominia.

 

No es sencillo mantener limpia la imagen de una empresa, así como tampoco lo es construir una imagen personal a prueba de cuestionamientos. Si para fines legales y mercadotécnicos consideramos a las empresas como personas con identidades bien definidas, ¿no ha llegado la hora de que las corporaciones desarrollen una conciencia social al igual que lo hacen los individuos que desean el bien común? Los detractores de la RSE necesitan abandonar los pretextos si desean competir con eficiencia en el mediano plazo.