Las arrugas de mi madre son los caminos de su historia. Nacen por todos lados. Tiene los ojos caídos, casi adormilados, tristes. Sin embargo, no los tuvo siempre así.

 

Aquella joven de los 40 y su España depauperada despuntaban con unos ojos negros grandes, vivos, profusos y limpios como ha sido ella durante toda su vida.

 

María Rosa vivió la sangría del final de la guerra, cuando aquella niña rompía a llorar. Lego, fue tomando conciencia de lo que serían los años posteriores de nuestra España, que tanto daño le hizo la exaltación de unas y otras ideas.

 

Su penuria fue doble. Sufrió en su carne las cartillas de racionamiento y el frío y la división de las dos Españas; y también la falta de cultura, y la desesperación, y la escasez, y el hambre y después el hambre, y más tarde el hambre, que es lo que mataba al estómago y la conciencia de los españoles.

 

Pero, además, aquella niña sufrió un desgraciado accidente. Con tan sólo ocho años, jugando en la calle con una naranja, se resbaló y se cayó en el infortunio de que se partió la columna vertebral.

 

Sufrió varias operaciones, cada una más delicada que la otra. Estuvo inmovilizada, postrada en una cama durante 10 largos años. He intentado colocarme en la piel de mi madre, en la infancia que no tuvo, en su agitada adolescencia y en los proemios de su juventud; en esos momentos en los que las jóvenes quieren maquillarse, mientras ella continuaba en su cama.

 

Mi madre no pudo vivir nada de eso. Sólo los recuerdos de una amargura indeleble que le forjó una personalidad íntegra con principios y valores. Pero sobre todo con una coraza de hierro que soportó el peso del paso de los problemas pasados y presentes, pensando en sus principios para imponérselo a su descendencia: sus nietos que la veneran como su benefactora suprema, sin un ápice de palidecer por la vejez tan nostálgica, su auténtica compañera de viaje.

 

Porque cada uno cargamos con nuestro propio calvario. La única diferencia es cómo sepamos sobrellevarlo. Así lo hizo María Rosa Montejos, mi madre, la mejor del mundo para mí y para mis hermanos.

 

Hoy no quiero diseccionar los innumerables conflictos que atentan al planeta. Hoy aparco a Trump, al DAESH, a la Unión Europea, a la bolsa, a los mercados, a los políticos y sus actos. Al final lo demás es lo de menos. Hoy lo veo como algo muy menor, cuando realmente lo que importa es la consanguineidad y su comunión, esa comunión que será eterna en un firmamento que sólo cabe en el amor inconmensurable de la madre.

 

Mi madre me dio la vida, con dolor y estoicismo, con sufrimiento y amor. Vivió en una cama durante 10 largos años. Conoció a mi padre envuelta en un corsé que le sujetaba su maltrecha espalda. Tuvo cinco hijos cuando aquellos vetustos doctores de nuestra vetusta España le diagnosticaron que no podría tener descendencia por su fatal accidente. Se le murieron sus padres, su marido, sus hermanos, sus amigos y por el camino se quedó sola, sola con los recuerdos que cuelgan en aquella casa de los años 60, en la casa de mi madre, que huele a cerrado y a naftalina, a recuerdos y a libros antiguos.

 

Por eso espera impaciente una llamada, una visita, un mensaje de sus hijos, y por eso, a veces, me siento mal conmigo mismo. Creo que le procuro menos de lo que debiera y no le regalo tantos te quiero como ella quisiera oír.

 

Lo escribo, querido lector, para recordarlo, para recordar a mi madre. Aunque ella sabe que no la visito a diario, mi amor por ella no hace sino crecer. Y eso será incluso más allá del infinito de la luz.