Llevan dos años tocándonos las puertas. Sin embargo, hacemos como que no les oímos. Es más, hemos blindado nuestras moradas para que no entren.

 

Sí, hablo de la misma historia recurrente, prolija, renuente y repetitiva de los refugiados sirios. Sí, los dos millones de molestos que vienen a disturbar nuestra tranquilidad, nuestro estado de bienestar, que vienen a desequilibrar nuestra paz y seguridad. Pero hasta llegar a nuestras puertas tuvieron que vivir una guerra que no les correspondía porque ellos no la habían creado.

 

En su desesperación dejaron su morada, su tierra, lo más importante que tiene el ser humano. Tuvieron que desprenderse de todo aquello y sortearon obstáculos, vallas infranqueables para poder atravesar medio mundo y así preservar el instinto de supervivencia que siempre es superior a la molicie de morir.

 

Por eso dejaron su Alepo natal en Siria, y sus casas, y sus fotografías, y sus recuerdos, y también sus nostalgias, y sus remembranzas, y trozos de sus corazones y sus almas. Y allí se quedaron, como un nomeolvides en Alepo, en su tierra.

 

Y entonces comenzaron a caminar con lo puesto y algo más; y tuvieron que sortear el Mediterráneo. Los que tuvieron suerte, porque no se ahogaron, siguieron caminando y caminando. Muchos quedaron en las ilimitadas aguas y sus recuerdos se ahogaron para siempre en la infinitud de las simas de ese mar lleno de cultura, lleno de muerte.

 

Los que sobrevivieron llegaron a Grecia, y Serbia, y Turquía, y Hungría y Austria. En todos estos países, en donde alardeamos que vivimos holgadamente, les cerramos la puerta.

 

Gritaban, eran alaridos constantes para que les dejáramos entrar. Sin embargo, los europeos tuvimos tan poca vergüenza que nos pusimos los tapones del egoísmo en los oídos de la abundancia. Eso sí, nuestra hipocresía era tan obvia que nos hartamos de exhibir en las puertas de los ayuntamientos y organismos oficiales leyendas como “Refugees welcome”. Pero, claro, eran tan sólo eso, palabras que se borran, aforismos cargados de sentido al que se lo quitamos, frases hechas que se disuelven en vientos tóxicos que inundan nuestras conciencias.

 

Los pocos que dicen tener algo de alma les prepararon unos campos improvisados en las cercanías de París, en Grecia y en algunos puntos más de Europa. Eso sí, siempre en escondidos, discretos y recónditos para que no se les viera. La vergüenza de tenerles superaba a la humanidad.

 

Pero llegó un momento en que nos cansamos y empezamos a tratarles a puntapiés. Primero fue en los campos refugiados franceses. Luego en otros lugares de Europa.

 

Se trataba de golpes no sólo físicos, sino también emocionales. Eran exabruptos que nacían desde lo más misérrimo del ser humano. Porque con ellos, con los refugiados sacamos lo peor que tenemos, esa parte canalla, endiablada y ominosa del ser humano.

 

A tal punto hemos llegado, que la mayoría de los refugiados sirios que viven soterrados en Europa han tomado la decisión de volver para morirse en sus casas en Siria.

 

En un principio prefirieron dejar sus moradas y malvivir en techo extranjero. Hoy prefieren morir con dignidad que vivir con vilipendio. Por lo menos terminarán sus días en sus hogares.

 

Y eso no es más que el fracaso del sistema. Hemos fallado. Me avergüenzo de todo lo que han sufrido los refugiados a costa nuestra, anteponiendo nuestro bienestar a la vida de dos millones de personas.

 

¡Qué fácil es limpiar la conciencia con una visita a la iglesia! ¡Qué fácil es donar una manta o algo de ropa o dinero para los refugiados! Pero eso no significa más que lamernos nuestras heridas putrefactas en una gangrena amoral que no hace sino evidenciar la esencia del ser humano del siglo XXI. Se trata de hacer de la deshumanización, algo consuetudinario y normal.

 

Así es muy fácil poder augurar el futuro sombrío de la humanidad.