Puestos a buscar un paralelo, acaso muy forzado, el Mundial de ajedrez se ha dirimido en serie de penales.

Tras un extenuante partido en el que fue imposible dirimir a un ganador (durante tres semanas nada menos que 51 horas y 773 movimientos), el campeón defensor Magnus Carlsen pudo retener su corona derrotando al aspirante estadounidense Fabiano Caruana.

Luego de doce empates consecutivos, cifra récord para este tipo de instancias, se enfrentaron en una especie de muerte súbita, con partidas rápidas, de las que emergió triunfador Carlsen: cuando la prisa apretó a las mentes, la del noruego probó no estar tan pareja con la del norteamericano como había parecido en todo el camino; de la premura emergió su genio.

Días atrás, cuando un video subido a internet desnudaba la táctica de Caruana (nunca se aclaró si se publicó por imprudencia o por mero afán de confundir a su rival con movimientos tan falsos como ajenos), recordé en este espacio un episodio literario. En la novela “El tango de la guardia vieja”, Arturo Pérez Reverte hace que la libreta del campeón defensor sea robada. Cosa curiosa, poco después der esa publicación tuve la oportunidad de efectuar una entrevista con este novelista español, quien me decía con la emoción única que le invade al hablar de ajedrez: “Seguí el incidente y también recordé mi novela, es cierto, pero yo no inventé nada, eso ha ocurrido siempre; antes el ajedrez era cuadernos, notas, la libreta de Capablanca era un material precioso para sus adversarios, cuando no existían computadoras, todo el secreto estaba ahí”.

Precisamente, José Raúl Capablanca fue campeón mundial en la década de los veinte, justo cuando el ajedrez se convertía en la arena elegida para que las naciones e ideologías pretendieran probar su superioridad: quien tuviera a la mente más brillante, se creía con argumentos para loar su supremacía en otros campos. Eso explica en parte que, desde Capablanca y hasta plenos años dosmiles, los rusos (o, en su momento, soviéticos) reinaran casi ininterrumpidamente sobre el tablero. Las únicas excepciones fueron los dos años del holandés Max Euwe (1935-1937) y los tres del estadounidense Bobby Fischer (1972-1975).

También tuvo que ver la predilección por el juego de personajes medulares en la construcción de la URSS como Lenin y el escritor Maxim Gorky, de quienes hay fotos jugando muchos años antes de la Revolución.

El ajedrez, desde entonces despojado de inocencia y cada vez más político, se desarrolló de esa forma, hasta llegar a un Caruana que pretendía ser izado como bandera del Make America Great Again trumpiano.

Política al margen, tras una final tan hermética como la que nos han regalado Carlsen y Caruana, es oportuno retomar otra respuesta que me regaló Pérez-Reverte: “Cuando uno mira un tablero, yo veo más que un movimiento táctico: veo vida o muerte, orgullo, dignidad, coraje, caos, reglas, naturaleza, dios, diablo, verdugo, todo eso”.

A Pérez-Reverte no le agradará la analogía futbolera con los penales. Mucho menos a Jorge Luis Borges, quien en su eterna antipatía hacia el balón, dejara esta sentencia: “Es increíble cómo una cultura que se desarrollaba con juegos como el ajedrez, haya degenerado a juegos tan vulgares como el futbol”.

Twitter/albertolati

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