El mismo ceño fruncido que le conocí cuando era jugador, la misma obstinación en repetir hasta el agotamiento cada jugada en el entrenamiento, la misma ansiedad por mejorarse a diario y no darse jamás por satisfecho, los encontraría años después en Ricardo Peláez cuando fuimos compañeros en la televisión.

En un oficio al que algunos ex futbolistas se aproximan desde la sobradez y el lugar común (finalmente, de antemano les legitima quienes fueron y se les paga por opinar de lo que desde niños hicieron), Ricardo Peláez entró con tanta hambre como autocrítica: cómo enfatizar al aire, cómo enriquecer su vocabulario, cómo argumentar, cómo pararse ante la cámara, cómo modular, cómo prepararse y enterarse, cómo entrevistar, cómo analizar…, tanto, que muy pronto dejó de ser percibido como goleador en el retiro y actuaba ya con soltura propia de quien siempre estuvo en los medios.
Intenso, emotivo, solidario, comprometido, ejemplar, aferrado, riguroso, apasionado, triunfador, entregado, líder, por rutina el primero en llegar ya a una transmisión o a un aeropuerto, aferrado a un cuaderno en el que consultaba y añadía anotaciones: minucioso y positivo.

Así, más o menos, como le volví a ver cuando se convirtió en directivo, tanto en Corea-Japón 2002 con la selección mexicana como en 2013 ya con América.

En el primer caso, lo recuerdo manoteando ante un mostrador al ingreso del seminario pre mundialista en Tokio, mientras señalaba con el dedo índice un mapa. La abrumadora mayoría de los dirigentes y entrenadores se mantenían sentados a la espera de que un traductor les dijera lo que se había decidido por ellos y por su equipo. Lejos de eso, Peláez, inconforme y exigente por naturaleza, alternaba risas y cuestionamientos para de alguna forma hacerse entender y obtener lo que requería. Cuando horas después le pregunté por tan largo diálogo con los organizadores, me contestó algo así como, “yo necesito que mis jugadores estén comodísimos, que sólo tengan que pensar en jugar y no tengan ninguna otra tensión. Si para que me den un juegazo necesito apapacharlos, cambiarles la almohada o mover el horario del recorrido, lo haré”.

Esas palabras regresaron a mi mente cuando le observé celebrar cada título con el América, aunque más cuando en 2017 dejó el cargo en Coapa y pude escuchar de la boca de sus ex muchachos cuánto le quisieron y cuánto le extrañaban.

¿En dónde está el término medio entre consentir y malcriar? Una duda que acaso los padres de familia compartimos, pero que en términos futboleros Ricardo tiene muy clara.

Quizá por ello, el ejecutivo que destaca en el sector empresarial no siempre brilla al incursionar en el deporte, así como supongo que Peláez tampoco podría dirigir una farmacéutica o compañía de cualquier ramo. La gestión futbolera es demasiado peculiar y, otra vez, Ricardo ha demostrado saber cómo nadie de qué forma llevarla.

Le falta lo más importante que es devolver el trofeo de liga a Cruz Azul, aunque, se corone o no en la próxima liguilla, comparemos: el equipo que es hoy campeón de copa y ha sido superlíder buena parte del torneo, con el que unos meses atrás deambulaba cual cadáver, aplastado por maldiciones y esoterismos, con piernas engarrotadas por añejos miedos.

¿Qué ha cambiado? No sólo la llegada de Peláez. Sobre todo, lo que el liderazgo de Peláez desencadena, para que el talento, fuera y dentro de la cancha, se manifieste.

Twitter/albertolati

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