Sin duda, se debe coincidir con que el resultado de la consulta sobre el Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México fue más una censura al gobierno de Enrique Peña Nieto y el PRI que un sondeo sobre el emplazamiento de la nueva terminal aérea, porque en su concepción el de Texcoco es un proyecto mucho más integral y de largo aliento que el del sistema que mantiene en funcionamiento el aeropuerto Benito Juárez enlazado con el de Toluca y las dos pistas de la base militar de Santa Lucía.

Los mexicanos castigaron, y con razón, al priismo en las pasadas elecciones del 1 de julio, y son un ejemplo de que los cómos son tan importantes como los qués, porque no bastó que el proyecto de Texcoco fuera el más viable y racional para que los ciudadanos que votaron en la consulta apoyaran ese proyecto. Siendo claros, los mexicanos que se expresaron en ese ejercicio en favor de Santa Lucía ven a Texcoco como el ejemplo monumental de la torcida y opaca forma de operar de los Gobiernos priistas.

La actual administración federal pretendió una vía para evitar que le ocurriera lo que a la del panista Vicente Fox en San Salvador Atenco, y en la que como gobernador del Estado de México, el propio Peña Nieto tuvo que cargar con los costos de la represión con la que se tuvieron que reducir los excesivos y violentos actos de los macheteros del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra de San Salvador Atenco.

Si bien se reconoce la necesidad de un nuevo aeropuerto y la edificación de una gran central aérea con una proyección de funcionamiento de medio siglo como el gran punto de enlace y conectividad de México con el mundo para pasajeros y carga frente a la saturación y fin de la vida útil del aeropuerto internacional Benito Juárez, cuyos terrenos al dejar de funcionar se convertirían en un espacio para generar un polo de desarrollo urbano, cultural y comercial para la zona oriente de la Ciudad de México, la estrategia del Gobierno federal falló.

La presentación del Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México en 2014 se dio como una decisión tomada sin consulta ni anuncios previos, y se difundió el proyecto ganador tomando por sorpresa a la opinión pública, además de que el diseño si bien corrió a cargo del prestigiado arquitecto de fama internacional Norman Foster, éste fue de la mano de Fernando Romero, el yerno de Carlos Slim, el empresario más rico de México y uno de los villanos favoritos de un gran sector de la sociedad mexicana, hoy identificado plenamente con Morena y el Presidente electo, Andrés Manuel López Obrador.

Al final, en lugar de tener una gran terminal aérea a 30 ó 40 minutos de distancia de la Ciudad de México con una vida útil de medio siglo y posibilidades de expandirse ahora la conectividad de la capital del país, se dará entre tres aeropuertos dispersos con elevados tiempos de traslado y las complicaciones propias en materia de escalas, movimiento de pasajeros, equipajes y mercancías.

En lo que tiene que ver con las repercusiones económicas de esta decisión, ojalá no se den los escenarios apocalípticos que los opositores de López Obrador y defensores del ahora ex aeropuerto de Texcoco han presentado en materia de devaluación, caída de la Bolsa Mexicana de Valores, mala calificación crediticia de México y de su grado de inversión.

Hoy, sin duda, los mexicanos estamos castigando a Enrique Peña Nieto y al PRI, pero hay una pregunta pertinente: al castigar al priismo, su corrupción y opacidad, ¿no estaremos los mexicanos castigándonos a nosotros mismos?