Crecí muy pegada a mi abuela, quien nos cuidaba a mis hermanos y a mí mientras que mis padres, comerciantes, trabajaban todo el día desde temprano hasta tarde. Mi abuela, esa mujer robusta que durante su infancia y juventud conoció la pobreza en Guadalupe Victoria, Durango, no soportaba ver que algo de comida se desperdiciara. A veces yo le mostraba algún alimento diciéndole que ya no lo comería, acto seguido, me lo quitaba de las manos comiéndoselo ella, siempre con la misma frase: “Que se eche a perder o que me haga daño, mejor que me haga daño”.

Nuestra Carta Magna, en su artículo cuatro, indica que toda persona tiene derecho a la alimentación nutritiva, suficiente y de calidad. Además, conforme a la definición alcanzada durante la Cumbre Mundial de la Alimentación, celebrada en 1996 en la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), existe seguridad alimentaria cuando todas las personas tienen en todo momento acceso físico y económico a suficientes alimentos y su aprovechamiento biológico; y yo añadiría que esto pasa por la estabilización de su oferta. Podemos ver los signos de la malnutrición en la obesidad y la desnutrición.

México, donde desperdiciamos 37% de los alimentos en buen estado, paradójicamente al año se enferman más de 170 mil personas por la falta de los mismos, a pesar de contar con la red de bancos de alimentos más grande del mundo.

Durante la VI Legislatura, fui miembro de la Comisión Especial de Reclusorios, y al percatarnos que había más de siete mil personas en la Ciudad de México en reclusión por robo famélico, esto es, por robo de hambre, y en su mayoría mujeres, decidimos bajar las penas para que pudiesen quedar libres; antes el robo era un delito de oficio, y lo cambiamos al de querella, por lo que la parte agraviada puede ahora otorgar el perdón. Antes, quien hurtaba por hambre, sin recursos para pagar una fianza ni defensa adecuada, podía pasar hasta 10 años en prisión.

Los tianguis en Francia se montan desde muy temprana hora, pero a media tarde, cuando ya vendieron prácticamente todo su inventario del día, depositan todas aquellas verduras que decidieron no vender por su estado de maduración al pie de la calle, donde es tolerado que vengan las personas de bajos recursos a recoger lo que quieran llevarse de forma gratuita; y a cierta hora más tarde, pasa el personal de limpia de la alcaldía, con sus mangueras a presión, lavando calles y banquetas, recogiendo toda la basura, y dejando tan limpio como si jamás se hubiesen dado los grandes intercambios de perecederos horas antes.
Nada nuevo bajo el sol; es cuestión de justicia social. Hace más de dos mil años, el Levítico 23:22, del Antiguo Testamento, nos habla de una norma que impusieron: quien siegue la cosecha de su tierra, no segará hasta el último rincón de ella ni espigará el sobrante de su cosecha; lo dejarán para el pobre y para el extranjero. La historia de Ruth, quien sigue a Noemí hasta Belén, gozó de esta ley, pidió permiso en un campo para rebuscar y poder comer; Boaz, el dueño del campo, se enamora y pide que dejen caer más espigas frente a ella para que pueda recogerlas; terminan casados. Piadosas y generosas reglas que han sido plasmadas en bellísimas pinturas por grandes artistas a través del tiempo como Jean François Millet con Las espigadoras.
A mucha gente le sirve lo que a otros ya no les sirve. “Tu basura es mi alimento”, comenta una pepenadora a una periodista durante una entrevista sobre la basura en la Central de Abasto; “es cosa de que no te dé pena; de vergüenza se puede uno morir de hambre”.

El panorama de la seguridad alimentaria y nutricional en México pone de manifiesto la importancia de articular programas productivos del campo (agrobiodiversidad), acceso a los alimentos y nivel salarial. Los distintos estados de la República viven una desigualdad crítica. La erradicación de la inseguridad alimentaria requiere un rediseño de una política y estrategias orientadas a tal fin, en un proceso participativo que considere la multidimensionalidad de la seguridad alimentaria, la institucionalidad que asegure la coordinación y coherencia de las políticas sectoriales y la propuesta de los recursos indispensables. La complejidad –económica, social, política y ambiental– de la seguridad alimentaria demanda una participación amplia en el debate sobre las distintas opciones que se tienen para asegurar una disponibilidad suficiente, estable, inocua y sustentable de alimentos.

Nunca vi a mi abuela enferma del estómago.