Subíamos y bajábamos por las colinas del barrio intelectual de Río de Janeiro, Santa Teresa, mientras el célebre politólogo brasileño, Mauricio Santoro, me explicaba: “A los presidentes a los que nosotros tenemos cariño o simpatía, los llamamos como a un tío favorito, por el nombre o con un apodo… Justo como hacemos con los futbolistas. Recuerda que con los presidentes de la dictadura, con los militares, a los impopulares, sólo nos referimos a ellos por nombre completo o apellido”.

Con ese punto de partida, el académico comenzó a explicarme la eterna relación entre el juego de la selección verdeamarela y la política brasileña: si cuando Getulio Vargas deseaba unir a tan inmenso como variado país, el cuadro nacional al fin abrió las puertas a negros y mulatos; si con la efervescencia cultural de Juscelino Kubitschek brotaron, a la par del bossa-nova y la arquitectura de Niemeyer en Brasilia, el preciosismo del equipo campeón en Suecia 1958; si cuando el hartazgo hacia la dictadura derivó en el inolvidable plantel de 1982, con Sócrates demandando democracia; si los afanes tecnócratas de fines de los ochenta fueron acompañados por el militarizado representativo de 1990; si tras el renacer del jogo bonito en el Mundial 2002 (Ronaldo, Rivaldo, Ronaldinho), al fin Lula accedió a la presidencia, con el resurgimiento de la fe en este pueblo resumido en la frase del propio Luiz Inacio: “Dios es brasileño”).

Vínculo que, visto el listado, puede parecer a ratos forzado, pero que existe; como también es evidente que el recibir Mundial y Olímpicos contribuyó directamente a la caída en desgracia del PT, tras los mandatos de Lula y Dilma, hoy el primero encarcelado y la segunda destituida de la presidencia.
¿Si se mantiene esa tendencia, qué papel tendrá en los próximos comicios el reciente fracaso verdeamarela en Rusia 2018? ¿Abre la puerta para que el elegido por Lula, Fernando Haddad, devuelva la fuerza al PT? ¿Podrá ayudar al ultraderechista Jair Bolsonaro a imponerse? Ese mismo Bolsonaro que osara decir que colocar a militares al frente de ministerios, es tan natural como dejar a Neymar en la delantera: que es su lugar.

Lo que nadie duda, retomando el punto inicial que me dijera Santoro, es que ninguno de los candidatos actuales resulta tan querido como para ser llamado por nombre propio o apodo. Algo exclusivo de Lula, en tiempos recientes, o, en su momento, de Kubitschek, referido como JK.
Una elección, la del 7 de octubre, entre puros nombres con apellido: ninguno con la familiaridad obsequiada a los ídolos del balón.
Twitter/albertolati

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