El término, sabemos, cobró nueva vida gracias a Andrés Manuel López Obrador, que –sin ironías– es el único político mexicano capaz de hacer aportaciones al habla de la calle en muchos años, y tiene un sinfín de aplicaciones. Fifí es el periódico Reforma cuando estalla la nota del famoso Fideicomiso de Morena, que no es de Morena, pero lo maquinaron puros morenistas con aquel omakase de retiros en efectivo, sí. Pero hay, claro, columnistas fifí, esos que han criticado al próximo presidente, de Aguilar Camín, Krauze o Castañeda a Roger Bartra, de Gil Gamés a Rubén Cortés, como hay radio fifí y desde luego caricaturistas fifí, destacadamente Calderón y Alarcón, al que me da la impresión de que no invitaron a comer tacos sus colegas de La Jornada el otro día, y hasta standoperos fifí, esos que se atreven a burlarse de una candidata a Semarnat, por el hecho nimio de que cree en duendecillos. ¿Qué significa, pues, ser fifí? Significa practicar la crítica para defender un status quo que te beneficia, del que vives. Significa apostarle a la estabilidad, a lo establecido: al establishment, y dirigir los misiles contra los promotores del cambio. Significa, pues, ser un conservador.

Bien, se asoma ya una nueva generación de fifís. El nouveau fifí apuesta a eludir la crítica contra el nouveau régime porque éste necesita calma, suelo firme, para llevar a cabo las profundas transformaciones que este país requiere sin dilación, con urgencia. Apuesta a un columnismo no quintacolumnista que entienda de una buena vez que el pueblo ha hablado, y que el pueblo es incuestionable: el columnismo de “No entendieron, chínguense y desaparezcan”. Apuesta a una caricatura que claro que seguirá siendo crítica de los estamentos políticos en el poder, faltaba más, pero igual todavía no porque viene una andanada muy fuerte de la mafia en el poder; vean el Fideicomiso que no es de Morena, el del omakase: un complot. Es la era del fifí aluxe, del fifí refinería, del fifí.