En mi texto de enero pasado, “¿A quién representa un presidente?” (véase: https://www.24-horas.mx/2018/01/22/a-representa-presidente/) retomé una de las fortalezas que el politólogo estadounidense Samuel P. Huntington circunscribe –teóricamente– a la oficina del presidente en un república: “El interés de la presidencia (…) no coincide con el de nadie más. El poder del presidente no deriva de su representación de intereses de clase, grupo, regionales o populares, sino del hecho de que no representa a ninguno de estos (…) Por esta razón, es al mismo tiempo una oficina solitaria como poderosa. Su autoridad está enraizada en su soledad” (“El orden político en las sociedades en cambio”, 1968).

A menos de 50 días de las elecciones, vuelvo a este argumento por un razón toral: el próximo presidente va tener –valga el cliché— que “gobernar para todos”. ¿Pero qué significa esto cuando realmente se hace? No siempre lo desmenuzamos, así que vamos por partes. Primero, el próximo titular del Ejecutivo no deberá gobernar solo para las mayorías, porque lo que delinea una democracia es, precisamente, el trato que se da a las minorías –sean los ricos, los pueblos originarios, la comunidad LGBT+, las personas con alguna discapacidad, etc.– tras una elección en la que una mayoría ya decidió el mando nacional.

Esto nos remite a la madisoniana cuestión de la “tiranía de las mayorías” –Leo Zuckermann lo resume sin fanfarrias: James Madison “estaba a favor de la regla reina de la democracia, es decir, el derecho de la mayoría a decidir. Pero también le preocupaba que una mayoría pisoteara los derechos de las minorías. Eso tampoco era democrático, por lo que debía buscarse un remedio para evitarlo”–. Este es un país de desigualdades bastante puntiagudas; quien gane debe evitar, a toda costa, potenciales ínfulas vengativas contra quienes perdieron directa –políticos y partidos– o indirectamente –votantes contrarios–.

En segundo lugar, “gobernar para todos” implica no usar el poder para pagar lealtades políticas. Claro que nadie llega solo al gobierno –lo hace con un equipo–, pero me refiero a esa visión altamente nociva de partidizar, inclusive, mandos medios y bajos de la administración pública federal. Esta práctica fomenta dobles lealtades entre esos servidores públicos partidizados, ya que usualmente priorizan las exigencias inmediatas que la política les impone –necesidad de recursos desde el partido, tiempos del funcionario, etc.– y no el trabajo lento, sostenido y transparente que exige el servicio público. No sobra recordar: para que siguientes presidentes no lucren prometiendo miles de cargos y sustituyendo personal con experiencia por novatos y cuotas, necesitamos más esquemas de servicio civil de carrera.

En tercer lugar, y conectado con el segundo: quien gane no deberá dar cabida a corruptos en su equipo. La generalizada exigencia anticorrupción del país debe escucharse y atenderse. Todos los proyectos competitivos –AMLO, Anaya, Meade– tienen personajes que oscilan entre lo opaco y lo abiertamente siniestro; los candidatos, en el fondo, saben quiénes son dignos o no de servir a México. Si el nuevo presidente no es capaz de señalar al incorrecto, la sociedad civil mexicana debe asumir ese rol –como su grito ante lo que fue el fugaz paso por la subsecretaría de Prevención de Arturo Escobar, acusado por la FEPADE de delitos electorales–. Ningún presidente merece un cheque en blanco, y menos este que va recibir un país altamente dividido, y por ende, con más ojos encima.

@AlonsoTamez