La era de la polarización, donde ser algo implica convertirse rabiosamente en opuesto a todo lo demás, donde lo que no sea conmigo sin duda es contra mí, espeluznante tiranía de negros y blancos donde los grises se han desvanecido.

No sólo por sus logros con raqueta, sino también por su comportamiento más allá del deporte, Rafael Nadal es un español ejemplar. Ejemplo de carne y hueso, su ambición, perseverancia, fuerza mental, tenacidad, le convierten en el mensaje perfecto que todo país quiere entregar a su juventud.

Así como a Roger Federer le gusta el club Basilea o, por ampliar el horizonte, al actor Jack Nicholson le enloquecen los Lakers, Nadal es aficionado del Real Madrid.

Sucedió que durante la semifinal de la Europa League aceptó la invitación para acudir al Estadio Wanda Metropolitano, a fin de observar al Atlético de Madrid en contra del Arsenal. Quizá por el viento de la noche madrileña, quizá por ser parte de ese evento y apoyar al equipo de su país, el dieciséis veces ganador de Grand Slam cometió un exceso, un imperdonable atrevimiento: ¡colocarse una prenda del club colchonero!

Ante la desmesurada reacción de miles de madridistas ofendidos y humillados, víctimas de una imperdonable traición, Nadal respondió con sentido común: “Hay demasiada hipocresía y demasiadas páginas que llenar. Estuve en el partido del Atleti, sí, tienen un estadio precioso, y creo que por ser de un equipo no tienes que ser anti de otro. Tengo muchos amigos del Atlético y estaba jugando en Europa. Fui a apoyar y con ilusión de ver un partido de categoría. En el descanso me regalaron una camiseta. Hacía mucho frío y me la puse de bufanda”.

Reparemos en el mensaje medular: no por ser de un equipo tienes que ser anti de otro. Apliquémoslo: pensemos en quienes prefieren a Federer y por ende se ponen la camiseta de quien sea que juegue contra Nadal; pensemos en quienes por ser del Barcelona elevan oraciones para que la selección de Portugal fracase; pensemos en quienes dedican su mañana a esperar ante el televisor que algún rival se lesione o, igual de sintomático, a buscar en redes algún destinatario que vilipendiar; pensemos ahora en el escenario electoral, en México o en cualquier sitio, y entenderemos mucho del odio que transpira en cada postura, nada de diálogos, escuchar es de pusilánimes, la vida como trinchera.

Tan mal estamos que una turba puede indignarse porque alguien ose portar por media hora unos colores ajenos. A propósito de eso: en los años cincuenta, Alfredo Di Stéfano vistió el uniforme del Barcelona en algún amistoso. Épocas decadentes, de escasa moral: nadie dijo nada.

Twitter/albertolati

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