En medio del manicomio, quien mayor licencia tenía para la locura se contuvo: James Rodríguez había metido el gol que devolvía al Bayern Múnich al partido, la anotación que retomaba al frenesí como guion, el remate que asomaba la eliminatoria al precipicio, pero, estoico, disimulaba su hiperventilación y decidía no celebrarlo.

Mirando al suelo, juntando las manos en ruego de perdón, con semblante de haber transgredido algún precepto ético, dejaba que saltaran y arengaran sus compañeros: no él, que casi contra su voluntad parecía caminar hacia el medio campo, mueca de “¡qué he hecho!”.

Durante tres años el volante colombiano portó el uniforme madridista. Tras un inicio espléndido, fue cayendo de las preferencias del cuerpo técnico, hasta desaparecer como titular e incluso como uno los primeros relevos ofensivos (de hecho, en la final de Cardiff, ni siquiera se le consideró para salir al banco de suplentes). Es habitual que quien no juega proteste, máxime si ha sido la figura de la anterior Copa del Mundo y si ha costado ochenta millones de euros, mas el ejercicio se complica cuando tan bien le van las cosas al equipo sin su presencia: ese Real Madrid conquistaría Champions y Liga, con James en rol secundario. Así que, gustos al margen, Rodríguez se fue del Bernabéu porque el entrenador prefirió a otros elementos y porque los resultados le dieron la razón.

Carambolas y rarezas del futbol, el Bayern lo recibió en condición de préstamo, viéndose reforzado por un rival directo en el torneo más importante en el que, para colmo, se enfrentan casi a cada año. Es decir, James pertenecía al Madrid el día en que estuvo tan cerca de eliminarlo, como quince años atrás Fernando Morientes también y terminó por eliminarle con el uniforme del Mónaco.

Lo del no-festejo es confuso y digno de intensos debates. Al no celebrar en tan explosivo instante, muchos pudieron identificar modales, respeto, categoría, en James Rodríguez…, menos los aficionados bávaros, que parten de la premisa de que su alegría es más que la del club precedente, que le ven como representación de su pasión en la cancha. Claro que si hubiera corrido como poseso, saltando y dando puñetazos al viento, hoy numerosos puristas le tendrían por ingrato, traicionero y desmemoriado.

¿Quién tiene razón? Sin duda, los seguidores muniqueses: en el futbol, como en la vida, la percepción está goleando a la realidad. No importa lo que el futbolista experimente en sus vísceras, ha de mutilar sus sentimientos y exhibir rostro de asceta cuando tiene el corazón a mil.

Cracks mucho más identificados con el club previo de lo que está James con el Madrid, han salido de casa desde tiempos ancestrales y han festejado cuando dañaron deportivamente a su vieja institución. Para evidenciar agradecimiento, les bastó con pararse ante la grada al principio, pero esa moda de contener el aliento y convertir el gol propio en sepelio, es absurda.

El “qué dirán” puede más en todo. A este paso, no tarda en ser políticamente incorrecto meter gol.

Twitter/albertolati

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