Por su edad (tiene escasos 40 años) podría ser hijo de Donald Trump, Angela Merkel o Vladímir Putin, pero esto no le impide hablar con ellos de tú a tú, y hasta lanzarles públicamente sobrias advertencias.

En mayo del año pasado, el entonces recién entronizado Presidente de Francia, Emmanuel Macron, le dijo con firmeza a su invitado, el temido hombre fuerte de Rusia, Putin, que responderá a todo uso de armas químicas en la guerra de Siria. El escenario de aquel encuentro de alto voltaje diplomático, el majestuoso Palacio de Versalles, no fue elegido al azar; la misión consistía en impresionar al zar con la “grandeur” francesa, y se realizó con éxito.

El 13 de abril pasado, Macron cumplió su amenaza sobre Siria, y junto con Reino Unido y su amigo de conveniencia, Donald Trump, bombardeó las posiciones del aliado incondicional de Moscú, Bashar al-Assad.

Y ya que mencionamos al inquilino de la Casa Blanca, Macron aprendió de inmediato cómo actuar frente a él. Por un lado amabilidad, sonrisas, palmaditas, seducción, despliegue de la alfombra roja en París, invitación al espectacular desfile militar del Día Nacional de Francia en los Campos Elíseos, visita a la tumba de Napoleón en Los Inválidos -para extasiar al dirigente de la primera potencia del mundo-; y por otro, presiones para que mantenga el acuerdo nuclear con Irán, para que vuelva al Acuerdo de París sobre el Clima, avisos del riesgo de guerra comercial por los aranceles al acero y al aluminio.

En menos de un año, el joven mandatario galo logró posicionarse como el primer interlocutor de la Unión Europea con Washington. Atrás quedó Angela Merkel; en su reciente visita a la Casa Blanca, la canciller alemana no recibió gestos de ternura, de los que tanto había gozado días atrás su colega francés.

En el plano internacional brilla con fuerza Emmanuel Macron, el producto inmejorable del elitismo francés, hombre culto y cosmopolita de aspecto afable de “yerno ideal”, genio de las finanzas, pianista, amante del teatro, experto en Hegel y Maquiavelo, audaz, ambicioso, seguro de sí mismo… la lista de atributos parece interminable. Gracias a ellos frenó el auge de las fuerzas nacionalistas que hicieron triunfar a Trump y al Brexit, y con la etiqueta de “líder del neoliberalismo progresista” en la poco liberal Francia consiguió algo que parecía irrealizable: abrió el sistema político de manera transversal, más allá de las divisiones entre izquierda y derecha. La hazaña adquiere un valor especial si tenemos en cuenta que sólo tres meses antes de la primera vuelta electoral hasta los analistas más sesudos lo definían como un ovni, una burbuja de champaña que se desinflaría con la misma rapidez con que se infló.

¿Baluarte del multilateralismo y antipopulismo?, ¿monarca de Europa?, ¿salvador del mundo y del planeta? Póngale el calificativo que más le agrade. En todo caso, el ciudadano francés de a pie está mucho más preocupado por su día a día que por la proyección planetaria de la Francia de Macron, percibido en su país como Presidente de los ricos por las reformas liberales impositivas del código laboral y drásticos recortes en el sector público. La ilustración está en las protestas callejeras y las huelgas de varios gremios.

Hoy, dos tercios de los galos se declaran decepcionados con la política de su Jefe de Estado, 36% piensa que Francia va mal bajo su batuta, cuatro de cada 10 opinan que nada ha cambiado en su país desde que ganó las llaves del Elíseo, Emmanuel Macron.

Faltan cuatro años para que termine su primer mandato.