Extraña, pero muy humana, esa vocación de preferir sobrevivir que vivir. Adicción a las emociones extremas, como si sólo en la supervivencia hallara el ser su plenitud.

 

 

Así camina el Real Madrid de Zinedine Zidane por esa escuálida viga de equilibrio en que ha convertido su Europa: sabedor de que es dueño de la historia, de que hace lo que nadie en épocas contemporáneas ni remotamente ha hecho, de que es leyenda…, incluso de que tiene un pacto con criaturas que, desde el más allá, le protegen para imponerse en cada eliminatoria y no desplomarse hacia el precipicio como luce inevitable en numerosos instantes de la película.

 

Esta vez no puede atribuir la victoria a su superioridad, ni a la dependencia de un Cristiano Ronaldo que inéditamente ha pasado 180 minutos sin tocar redes, ni a la solidez defensiva extraviada mucho tiempo atrás, ni a la paranoia de quienes le intentaban ningunear por verlo medido sólo ante rivales menores (tremenda colección en esta Champions: las cabezas de los campeones de Francia, Italia y Alemania), ni a la todavía más burda esquizofrenia de quienes piensan que el éxito blanco inicia y termina con el favor de los árbitros. Esta vez, ha avanzado porque conjuga como nadie el verbo triunfar, sin margen para mayores preguntas o reflexiones, porque sí.

 

 

¿Ha jugado mejor que el Bayern? Acaso ni en la ida ni en la vuelta o, puestos a ser generosos, ni siquiera en el treinta por ciento de estas semifinales. Sin embargo, le ha derrotado otra vez, y va a la final otra vez, y aspira al título otra vez, ignorante aún de lo que es caer en una eliminatoria continental desde que Zizou le comenzara a entrenar a inicios de 2016: dos años y medio triturando rivales en Liga de Campeones, de tanto loar a Bernabéu y Di Stéfano, en ellos se ha convertido sesenta años después.

 

 

¿Por qué lo consigue? No por suerte, y quienes piensen eso prorrogarán su hegemonía, se apuntarán como siguientes en la lista de víctimas, alargarán su reinado. El Madrid está en la final porque ha aprendido como nadie a sufrir, doctorado honoris causa en respirar cuando la mayoría se asfixia, en pensar cuando las mentes mudan en reguero de pánico, en sanar cuando se le desahucia, en cicatrizar cuando las hemorragias lucen terminales. Saber sufrir, resumido como grandeza: el grande no aspira ni expira, alcanza.

 

 

Sin importar quién sea su rival en la final, Liverpool como parece, Roma si hubiese tremenda remontada, los blancos serán favoritos en Kiev. Lo serán, sin importar también como hayan jugado las semifinales: si jugando mal echan fuera a la locomotora bávara, imagínense si en una de esas se les ocurriera jugar bien la final y se olvidaran de ese hábito tan merengue: caminar, fervorosos y a ciegas, sobre un precipicio que es tal para todos menos para el Madrid.

Twitter/albertolati

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