Nada ha cambiado respecto a la correlación de fuerzas en Siria tras los ataques occidentales del 13 de abril pasado contra las posiciones de Bashar al-Assad. La guerra entró en su fase final. Con el apoyo de Rusia e Irán, Al-Assad avanza, vence continuamente a sus rivales; hoy ya tiene el control sobre la mayor parte del país. Podríamos aventurarnos a decir que está a punto de ganar esta trágica guerra civil que en siete años ha dejado a casi medio millón de muertos. Moscú establecerá en la ensangrentada Siria una estratégica cabeza de puente geopolítica. Irán contará ahí con una base “de lujo”, ideal para atacar a Israel.

En la noche del viernes, la intervención militar perfectamente coordinada de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia duró 70 minutos; el puro cañoneo, escasos tres. Los 105 misiles que cayeron sobre Siria -la mayoría de ellos, los estadounidenses Tomahawks– no resultaron tan destructores como uno pudiera imaginarse, luego de leer los tuits enviados por Donald Trump días antes. No causaron víctimas y no infligieron ni un mínimo daño a las instalaciones o soldados rusos desplegados sobre el terreno, fieles aliados del régimen de Damasco.

Las reacciones, al igual que los ataques, también obedecieron al guión, al parecer, elaborado con anticipación. Occidente mostró su respaldo. Rusia condenó. Los partidos del centro y la derecha aplaudieron, la izquierda y la extrema derecha manifestaron su repudio.

De este lado del mundo aún está muy vivo el recuerdo de las mentiras que llevaron a la intervención en Irak contra el régimen de Saddam Hussein. El pretexto era la falta de voluntad de Saddam de entregar sus supuestas reservas de armas de destrucción masiva. Estados Unidos, Gran Bretaña, la Coalición de la voluntad (Francia dirigida entonces por Jacques Chirac le dijo no a Washington) invadieron Irak y derrocaron a Saddam Hussein. Nunca se encontró ninguna evidencia de armas de destrucción masiva.

Por supuesto, aquel engaño es hoy esgrimido con mucha destreza por la propaganda de Rusia que saca sus garras contra el “siempre mentiroso Occidente”.

Mucho podemos reflexionar sobre las causas reales y las consecuencias del ataque del fin de semana pasado, pero prevalece el sentimiento de que el objetivo primordial era salvar la cara del mundo occidental. Había que cumplir por fin las advertencias de que si se violaba la “línea roja” que prohibía el uso de armas químicas, habría bombardeos.

Trump, May y Macron duermen con la conciencia más limpia; su estado de ánimo, sin duda ha mejorado. La pregunta que se hace ahora todo mundo es por qué una espera de siete años para intervenir, si las armas convencionales mataron a muchas más personas que las químicas. ¿Cuestión de principios? Todo indica que sí. Había la necesidad de mostrar que se está gesticulando para defender una convención sobre la proscripción de armas químicas firmada en respuesta al horror que provocó el uso de gases venenosos durante la Primera Guerra Mundial.

Algunos jinetes del Apocalipsis nos anuncian que pronto viviremos una situación parecida a la que se produjo en 1962, cuando a raíz de la crisis de los misiles en Cuba estuvo a punto de estallar una guerra nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética.

No hay que hacerles caso.