Regla que difícilmente falla: unas veces por conveniencia, otras por genuina pasión, pero cuanto más extremo se presenta un político, más vinculado parece al futbol.

Con Viktor Orbán, recientemente reelegido Primer Ministro húngaro, se da una mezcla de los dos casos: sí, es un fervoroso aficionado e imposible dudar cuánto ama a este deporte, aunque al mismo tiempo ha sabido fortalecer su posición ultraderechista y ultranacionalista a través de la retórica con el balón de por medio.

Mucho antes de su agitada entrada en la política, Orbán se crió en la localidad de Felcsut, unos 50 kilómetros al oeste de Budapest. Sitio de apenas 1,800 habitantes que presume hoy un modernísimo estadio: el Pancho Arena, bautizado así por la forma en que el gran Ferenc Puskas era llamado en el Real Madrid, al traducirse Ferenc como Francisco.

Esa alusión extranjera es la única permitida en un escenario que tuvo mucho cuidado en apegarse a un estilo absolutamente húngaro. Basado en planos de Imre Makovecz, el más influyente arquitecto magiar durante el Siglo Veinte, sus cúpulas cobrizas y fachadas garigoleadas remiten más a las iglesias sobre el río Danubio que a un campo de futbol.

Con su moderno sistema de calefacción y un espectacular techo deslizable, es uno de los estadios que más curiosidad se puede tener por conocer, de diseño más interesante. Estadio, sin embargo, sólo construido por consigna de Orbán: tener el mejor recinto deportivo en la pequeña aldea donde vivió y luego jugó como delantero en cuarta división…, cuando ya era Primer Ministro, a fines de los noventa.

Sirviendo ya su tercer período como cabeza política del país, con suficientes poderes como para rehacer la constitución, férreo controlador de los medios, con una inflamada retórica anti-inmigrante y populista (“No queremos minorías con culturas y antecedentes diferentes entre nosotros. Queremos mantener a Hungría como Hungría”), desafiante a todo lo que venga de esa Unión Europea a la que él mismo quiso entrar en su primer mandato en 1998 (“Nadie nos dirá a quién dejamos entrar en nuestra propia casa”), Orbán está respaldado por amigos o aliados en las posiciones más estratégicas del gobierno y la economía. Amigos y aliados que suelen encontrarse con él en el Pancho Arena, como si se tratara de una sede de mágicas noches de Champions League o un coloso en una gran urbe, olvidando que sobre ese césped actúa un club recién ascendido a primera y llamado Academia sin serlo (apenas alinea a canteranos).

Ningún político más asiduo que él en los grandes eventos futbolísticos por el mundo. Acaso ninguno, tampoco, tan exitoso como Orbán pescando votos y seguidores entre los ultras más radicales. Los estadios florecen en Hungría a la par que sus discursos chauvinistas; florecen por un marco de excepción fiscal a quien construya templos del futbol, y eso, más las proclamas que insisten en priorizar a los húngaros por encima de los demás, consolida su predilección entre los jóvenes.

Puesto a conectar a su Hungría con un pasado glorioso, Viktor Orbán lo tuvo claro: nada más evocador de grandeza para un muchacho magiar que nunca ha visto a su selección en un Mundial, que pensar en la generación dorada que fue subcampeona en 1954. Ese equipo que apenas perdió un partido en seis años, con Puskas, con Pancho, como eje de su revolución con balón. Puskas, como el nombre de la Academia, que no guarda relación alguna con el legado del mayor crack magiar.

Twitter/albertolati

 

 

JNO

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