Es raro, pero no imposible, que un director técnico envejezca varios años en noventa minutos: antes del medio tiempo el cabello ya luce cenizo, al iniciar el segundo se espesan las ojeras y brotan arrugas en la frente, para cuando el árbitro consulta su cronómetro el entrenador se descubre encorvado no sólo en posición sino incluso en temperamento.

Si alguna vez José Mourinho vivió eso, si una noche marcó su fulgurante paso de joven revolucionario capaz de desafiarlo todo a apesadumbrado adulto en amargura crónica por cuanto vive y cuanto ve, sucedió el 29 de noviembre de 2010.

Esa noche el Real Madrid que le había contratado como sortilegio anti-Barça, llegaba líder al Clásico en el Camp Nou. Esa noche en la que, gol a gol hasta comerse cinco, toque a toque hasta resignarse a que el balón era asunto ajeno, algo sin remedio se rompió en el estratega portugués.

Puestos a evitar exageraciones, debemos recalcar que antes de tan abultada derrota Mourinho ya era paranoico y hallaba siempre forma de asegurar que una conspiración le perseguía. Puestos también a ello, recordar que un par de años antes, cuando la directiva blaugrana apostó por el novato Pep Guardiola como guía y no por él, su guerra con todo lo que tuviera que ver con el Camp Nou se desató.

El equipo en el que saltó de jovencísimo intérprete a asistente técnico casi plenipotenciario, ya sólo sería pasado para Mou. Refutar sus teorías de acariciar la pelota, pisotear aquello de honrar a Gaudí y Dalí desde el césped, reír de la estética con afanes de ética, se le convirtió en ideal de vida. Así, el juego de sus pupilos, ya muchas veces antes ultradefensivo y maquiavélico, terminó por hacerse burdo, frontal, esquizofrénico, cual predestinado a hacer de opuesto del guardiolismo.

En ningún caso con la misma frecuencia, pero Mourinho ha continuado ganando títulos. Sin embargo, esta semana es difícil no apreciar el declive: gastar más de 450 millones de dólares en refuerzos en año y medio, sólo para encerrarse ante un humilde como el Sevilla y darle pie para liquidar la eliminatoria de Champions.

El Manchester United, que en principio podría alinear a dos onces mejores al del común de los cuadros de Europa, gastó decenas de millones, en ocasiones centenas, para morir con un vil kick and run: pelotazo, a ver quién la caza arriba y a correr despavoridos.

Lo que en otra vida parecía tan sencillo, coleccionar Champions allá donde dirigiera, se le ha hecho imposible.

Se ha asumido responsable de la eliminación, aunque pronto enumerará a su manera a los culpables. Quizá en el diván y tras un doloroso proceso de regresión, lo encuentre: aquellos noventa minutos de 2010 en los que envejeció varios años.

Twitter/albertolati

JNO

Las opiniones expresadas por los columnistas son independientes y no reflejan necesariamente el punto de vista de 24 HORAS.