Quizá, como con el Estado europeo de bienestar, donde la abrumadora mayoría trabajaba menos de 35 horas a la semana en labores de privilegio y gozaba de prestaciones sociales nunca antes vistas, tengamos que empezar a ver la paz en el futbol como algo que duró poco y terminó.

Todavía a fines de los noventa, en el Mundial 98 y la Euro 2000, abundaban los incidentes violentos: neonazis alemanes golpeaban brutalmente al gendarme francés Daniel Nivel, hooligans ingleses se enfrentaban a tunecinos en las playas de Marsella y luego destrozaban la plaza de Charleroi en Bélgica, las jornadas de Champions en Estambul terminaban con acuchillados y asesinados, los odios regionales causaban muertes en jornadas de liga en España.

Situación que fue cambiando. Las Copas del Mundo se convirtieron en eventos que transcurrían con relativa serenidad y un indudable ambiente de fiesta. Las trifulcas se fueron confinando a puntos cada vez más alejados de los estadios. Los equipos quitaron privilegios y echaron a los grupos más radicales de animación. La asistencia a los partidos se hizo inevitablemente de élite, corporativa, turismo caro, con lo que sentarse en una tribuna sustituyó riesgo por glamur.

Los operativos policiales se mantenían, pero, tras el 11 de septiembre de 2001, el verdadero temor ya no era el hooliganismo sino el terrorismo. Un poco por la ubicación, otro por una nueva aproximación al deporte, Corea-Japón 2002, Alemania 2006, Sudáfrica 2010, incluso Brasil 2014 pese a las oleadas de sudamericanos llegados en coche, transcurrieron casi en total armonía (sí, hubo episodios, aunque nunca equiparables a los de un par de décadas antes).

Los primeros indicios de que entrábamos a otra era, brotaron en la Eurocopa pasada. Entonces fue cómodo atribuirlo todo al este europeo, desfasado en tiempo de la tradición de Occidente y cargado de extremismo ideológico, racial, religioso, casi paramilitar. De pronto, las principales ligas del continente se reencontraban con incidentes. La bola de nieve creció y así entramos al pasado fin de semana, el peor en muchísimo tiempo para el balompié (no mezclemos con tragedias como la de Puerto Said en Egipto en 2012 o las del Albania-Serbia en eliminatoria europea en 2014, tan cargadas de agendas políticas que han de anotarse en otro listado). España, Francia, Inglaterra, Alemania, Portugal con incidentes, Grecia sumada de la peor de las formas, invasiones de campo, amenazas, choques, brutalidad.

Fue un error aquello de que gritar y cantar barbaridades, de que normalizar el discurso de odio en redes, de que agredir verbalmente a todo lo que luzca diferente, de que desterrar lo políticamente correcto de la rutina, no tenía que traducirse en sangre. Sólo hacía falta un escenario más propicio y el escenario ya llegó.

¿Cómo será el Mundial 2018? ¿Y cómo la Euro 2020 que excepcionalmente se disputará en varios países? Al menos que se reaccione y haga algo, peligrosas. La tendencia es clara. Ilustremente, Paul Auster clamó que “Europa encontró en el futbol la manera de odiarse sin destrozarse”. A falta de guerras y no con menos carga de revanchismo, la nueva manera de destrozarse apunta hacia las canchas.

La barbarie volvió al futbol y, ya lo sabemos desde los años ochenta, es epidémica: no sabe de fronteras o culturas en su voraz capacidad de contagio.

Twitter/albertolati

JNO

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