Me pide un amigo que prologue su libro sobre la comida chilanga. No puedo dar detalles, porque apenas viene en camino, pero adelanto esto: el relato de Alonso Ruvalcaba es una joya que retrata y piensa lo que comemos, los lugares donde nos lo comemos y la ciudad que los cobija, con fuerza de autor grande. A cambio procedo, sin escrúpulo alguno, a robarle un par de ideas y bordar en torno a ellas.

 

​Sin exageraciones, mucho de lo mejor que ha hecho esta ciudad consigo misma en los últimos años nace de la comida. La CDMX y algunos de sus empecinados habitantes han logrado, sí, insertar en las listas de los “mejores del mundo” o “de América Latina” un puñado de restaurantes, más los que vienen en camino: Pujol, Quintonil, Biko y Rosetta, digamos. Y lo han hecho como no lo hacía: abrazando su tradición, y otras tradiciones del país. Esto se traduce en un reconocimiento de la gastronomía cotidiana, callejera, esa del día a día, que hace unos años era impensable, y que habla, en efecto, del inagotable sustrato gastronómico que hemos construido casi sin darnos cuenta durante siglos. Los chilangos rendimos tributo a los clásicos –al mole o el suadero, a las carnitas y la birria–, pero también inventamos todos los días prodigiosos despropósitos –ah, la maravilla de mezclar proteína animal barata con frituras de bolsa, chela con gomitas– o le faltamos al respeto amorosamente a otras gastronomías –el sushi con queso crema, la tortilla de patatas mejorada con salsita–. También, guardamos las recetas familiares como los tesoros que son y navegamos kilómetros de tráfico por una torta. Por si fuera poco, comemos todo el día y en todas partes: los puestos del metro, de pie en la banqueta, en el asiento del copiloto o a 2000 pesos por persona sin ponerse muy briago.

 

​¿Qué se ha generado en torno a esa riqueza de restaurantes y changarros? No alcanza este espacio para empezar a decirlo. Muchos empleos, sí. Turismo foodie. Una recuperación de los espacios rurales que también tenemos: los chefs, por ejemplo, han impulsado en varias zonas de la ciudad formas viables y productivas de agricultura para abastecerse, caso de Xochimilco. Una recuperación de la vida en la calle, de la noche sobre todo, que le robamos a la delincuencia. Y, vale recordarlo de nuevo, solidaridad. Tiene razón Alonso: uno de los primeros impulsos del chilango promedio, aparte de ir a levantar escombros cuando el sismo, fue distribuir sándwiches entre sus conciudadanos, como tantos restaurantes abrieron sus puertas a los rescatistas.

​Celebremos este logro como lo celebramos todo: atascándonos.

 

aarl