La escena transcurrió en el verano pasado en un hospital de la ciudad de Perpignan, en el sur de Francia. Una mujer de 32 años le propinó una cachetada a su hijo de dos años y medio, internado por gastroenteritis. El motivo: el chiquillo se negaba a tomar los medicamentos recetados por los pediatras. En cuestión de segundos, la enfermera que vio el gesto llamó a la Policía. La madre del pequeño quedó detenida y llevada a declarar ante el Tribunal. Los fiscales pidieron para ella una pena condicional de seis meses de prisión. Finalmente los jueces la absolvieron al considerar que se trataba de un momento de exasperación de una mujer al borde de un ataque de nervios.

Para muchos, excesivo y grotesco, el juicio por la bofetada de Perpignan sirvió como un recordatorio de que pegar a un niño es delito en Francia (y en otros 50 países en el mundo), ya sea en el hogar, en la escuela o en un establecimiento público, provenga el castigo de quien provenga.

Lo que para nuestros abuelos o papás formaba parte del repertorio más común de métodos correctivos y disciplinarios, se ha convertido en fechoría de sádicos desalmados. Hace sólo unas décadas, el jalón de orejas, el reglazo en las manos, el chanclazo, el tirón de pelos o el golpe con cinturón eran prácticas comunes vistas como las más efectivas frente a la desobediencia de los críos. Ahora, por usarlas uno puede ir a la cárcel.

Los expertos no se cansan de advertir que los castigos corporales a los niños dañan su autoestima y su salud mental. Nadie lo niega. La incógnita está en saber si esta permisividad occidental ha resuelto, al menos, en parte el problema del descontrol de los menores. Todo indica que no. Es más, en las sociedades europeas se extiende peligrosamente el síndrome del niño tirano, el fenómeno de los niños centrados en sí mismos, que consiguen dominar y hasta maltratar a sus padres sobreprotectores, incapaces de marcar los límites.

El tema apasiona. Mientras la ciencia asegura que los castigos físicos -hasta los más inocentes- son bárbaros y degradantes, la mayoría de los padres de familia franceses, 80%, no se opone a una que otra nalgada de vez en cuando, porque “no da fiebre ni ha matado a nadie”.

Hace unos años estalló una polémica planetaria en torno a la supuesta superioridad del método educativo chino. ¿En qué consiste? En usar una disciplina militar, con una severidad sin límites, nada de smartphones o salidas con amigos, horas y horas de arduo trabajo, a veces sin comida ni bebida, azotes, amenazas y prohibiciones, todo para convertir a sus hijos en pequeños genios de las matemáticas y la música. Lo más perturbador es que el modelo asiático de la madre tigresa, tan contrastante con el nuestro, funciona, lo muestran los estudios.

También los pequeños Mozart y Beethoven estuvieron sujetos a una disciplina más que férrea con el azote y la cachetada, una estricta rutina que impusieron sus padres, decididos a transformar a sus vástagos en niños prodigio. Les funcionó a la perfección. Pero eso fue en el siglo XVIII.

JNO