Los que defendemos el matrimonio igualitario y el derecho a la adopción, solemos hacerlo con intensidad. El que un mexicano no cuente con los mismos derechos que otro por su orientación sexual es terrible e inaceptable, más aún en un país que lucha por reducir la distancia entre sus habitantes. Hace unos días discutía con un amigo sobre el tema; éste no apoya el matrimonio igualitario. Entre sus argumentos, me preguntó algo que no veía venir: “¿Cómo piensas que mis padres acepten el matrimonio gay si están viendo como el mundo en el que crecieron está desapareciendo?”. No se refería a nostalgia sino a incertidumbre. A un shock cultural.

 

El diálogo siguió. Recurrí a aquel argumento de que apoyar el matrimonio igualitario es “estar del lado correcto de la historia” –y lo sostengo: leyes e instituciones deben adaptarse a los nuevos contextos sociales, no al revés-. A lo que mi amigo contestó algo como: “Es bastante soberbio pensar que saben hacia dónde va la historia”. Reviré con la igualdad de derechos pero el reloj –árbitro absoluto del universo- finalizó nuestro almuerzo. Esa tarde detecté dos nuevas rutas que, considero, los “progres” –así se nos llama- debemos corregir si verdaderamente deseamos expandir el apoyo social para con el matrimonio igualitario: entender y adoptar el enfoque del shock cultural, y desechar esa soberbia que sienten opositores y dudosos.

 

Con entender el shock, me refiero a defender nuestra postura tomando en cuenta que quienes se oponen, sienten que su mundo e ideas se caen en pedazos. Esto –intuyo- porque piensan que ya todo valor es sustituible, todo orden violentable y todo avance demasiado rápido. Sobre la soberbia, admito que es algo en lo que muchos hemos caído: actitudes condescendientes que minimizan a personas que no piensan igual, ese tono que parece decirle a quien disiente “no seas idiota, el futuro va para allá” o “eres un retrógrada”, como si fuésemos dueños del destino.

 

Defender estos derechos implica una pasión muchas veces invasiva, por eso los opositores y dudosos sienten estos cambios como imposiciones. No tomar en cuenta el shock es perder una oportunidad para empatizar, y mantener la segunda es insostenible bajo cualquier premisa de debate respetuoso en forma y fondo. Reitero: no hablo de detener, disminuir o esconder el apoyo al matrimonio igualitario, ni de “dar atole con el dedo” a los opositores. Hablo de cambiar el enfoque de aproximación para un convencimiento social real –el cimiento más firme y duradero-.

 

Según un estudio de la Cámara de Diputados, el 46 % está en desacuerdo con el matrimonio igualitario, 41 % de acuerdo, 11.1 % aún no se decide y 1.9 % no sabe –véase: http://bit.ly/2ciexq7-. Promotores, opositores y dudosos ven este debate como una guerra cultural. En cierta medida lo es, y por lo mismo los primeros necesitamos aumentar la aceptación social de la medida. La moneda sigue girando y ese 11 % puede ser la diferencia entre una sensación de legitimidad o una de imposición para con más de la mitad del país –ésta última dejaría al matrimonio igualitario frágil y desprotegido ante futuros embates del clero y la ultraderecha-.

 

El México tolerante que anhelamos requiere defensores con argumentos racionales, de igualdad ante la ley, y no con actitudes altivas, soberbias o incluso esnobistas –correlacionar atraso económico o lejanía de la capital, con rechazo al matrimonio igualitario-. Los cambios más firmes entran primero por el corazón. De ahí pasan a instalarse en el cerebro.

 

@AlonsoTamez