Rafael Moreno Valle, gobernador de Puebla, recientemente declaró a El Financiero que la elección del candidato presidencial panista debe ser “una elección abierta a los ciudadanos”. Esto, según el poblano, mostraría “quién tiene la mayor fortaleza y representatividad”. Dicho método se prevé en sus estatutos, y la tradición democrática del PAN soportaría una contienda así. Pero eso lo definirá el panismo en su momento. En el PRI, en cambio, la historia es muy distinta.

 

En 1999, cuando la alternancia ya tocaba el timbre, el PRI escenificó una elección primaria –la primera en su historia- entre los candidatos Francisco Labastida, Roberto Madrazo, Manuel Bartlett y Humberto Roque Villanueva; participaron cerca de diez millones de priistas. El primero arrasó en 272 distritos de los 300 en juego. Esta elección interna, sin embargo, no sirvió de mucho: hubo cuestionamientos por parte de los tres perdedores y, en general, la sociedad no se creyó la puesta en escena ni la sepultura del “dedazo”.

 

Para elecciones presidenciales subsecuentes, el PRI regresó a sus viejos hábitos; la democracia interna había sido un desliz, una aventura. Pero hoy existe un escenario muy particular que exalta sus bondades. El apoyo social al presidente de la República es muy bajo –solo el 23 % de los mexicanos aprueban su labor-, pero varios analistas dan por hecho que buena parte de los priistas tampoco apoyan a su jefe natural, o lo apoyan a regañadientes. Esto en el partido de la disciplina.

 

El miércoles pasado, Riva Palacio –El Financiero- recalcó este supuesto sentir: “Dentro del PRI, Peña perdió consenso y el repudio contra él se incrementa”. Ese mismo día, Garfias –Excélsior- mencionó como “un grupo de 64 priistas (…) le enviaron una carta a Ochoa en la que (…) piden establecer la Consulta a la Base como el método para definir la selección de candidatos”. El jueves, Riva Palacio agregó: “La candidatura presidencial del PRI, como lo están vislumbrando dentro de las estructuras jerárquicas del partido que están en el campo opuesto de Ochoa, no podrá ser una decisión unipersonal de Peña, sino procesada dentro del partido con una contienda interna”.

 

Un presidente al que le quedan dos años de mandato empieza a perder fuerza de manera inercial, más si éste es impopular. ¿Qué ventajas traería realizar una elección interna democrática –real, no como en 1999, y respaldada por observadores electorales y de la sociedad civil- para Peña Nieto y su partido? Si el mexiquense opta por la democracia, puede ayudar a que el ungido priista no se contagie directamente de su impopularidad –una bendición presidencial hoy puede significar un hechizo-. Asimismo, podría reconciliarse con sus colegas militantes al dejarles a ellos la decisión más importante. En caso de una victoria priista, Peña Nieto quedaría como un demócrata experimental, pero demócrata al final. Y en caso de una derrota, él no absorbería toda la culpa.

 

En este espacio he apoyado en varias ocasiones la democratización interna del PRI; no solo por una cuestión moral –implica darles a los militantes el poder que siempre han merecido- o meritocrática –sin mecanismos formales de competencia, los criterios de selección suelen priorizar apellidos y no trabajo- sino por una práctica: es el mejor método para que el PRI inicie su transición de un partido de sectores corporativos a un partido de ciudadanos, cosa que nunca ha sido.

 

@AlonsoTamez